Por Gabriela Orihuela
La noche menos esperada me miró a los ojos y dijo que cada problema tiene una solución; que lo más difícil es encontrar el perdón, incluso cuando tenemos que disculparnos a nosotros mismos.
Había quedado atónita, minutos antes rayé su cara arrugada con una pequeña cucharita de plástico; por cinco segundos quedé en silencio en espera de ese regaño. Fue entonces cuando ella habló y me enseñó lo que es el perdón. Confieso que, en ocasiones, no logro encontrar esa sapiencia y paz para absolver. Es cierto, constantemente, estamos aprendiendo y educando.
Mi abuela fue esa señora que secó la sangre de su cara y supo conversar con una niña de cuatro años sobre la tolerancia y el poder perdonar. Pero también fue la que le aseguró a mi progenitora -divorciada y con seis semanas de embarazo- «ten al bebé, yo te ayudaré». Y mucho antes de eso fue, además, alfabetizadora, madre de cuatro niños y dos niñas, la inmigrante de Guantánamo, la costurera y cocinera, la mujer que dio a luz en medio de un bombardeo y perdió un niño de 10 meses, la enfermera de la zona, la amante de los gatos y la cuidadora de una cotorra que, según ella, entonaba el Himno Nacional.