jueves, 11 de abril de 2024

Mi abuela fue esa señora…


 

Por Gabriela Orihuela

La noche menos esperada me miró a los ojos y dijo que cada problema tiene una solución; que lo más difícil es encontrar el perdón, incluso cuando tenemos que disculparnos a nosotros mismos. 

Había quedado atónita, minutos antes rayé su cara arrugada con una pequeña cucharita de plástico; por cinco segundos quedé en silencio en espera de ese regaño. Fue entonces cuando ella habló y me enseñó lo que es el perdón. Confieso que, en ocasiones, no logro encontrar esa sapiencia y paz para absolver. Es cierto, constantemente, estamos aprendiendo y educando.

Mi abuela fue esa señora que secó la sangre de su cara y supo conversar con una niña de cuatro años sobre la tolerancia y el poder perdonar. Pero también fue la que le aseguró a mi progenitora -divorciada y con seis semanas de embarazo- «ten al bebé, yo te ayudaré». Y mucho antes de eso fue, además, alfabetizadora, madre de cuatro niños y dos niñas, la inmigrante de Guantánamo, la costurera y cocinera, la mujer que dio a luz en medio de un bombardeo y perdió un niño de 10 meses, la enfermera de la zona, la amante de los gatos y la cuidadora de una cotorra que, según ella, entonaba el Himno Nacional.

A sus 92 años de edad, Elsa, la mujer de pelo corto y completamente blanco, alta y delgada, se sentaba en el sillón de la casa familiar y le encantaba contar sus historias. ¡Ay del que no le prestara atención!

«¿Ya te hice el cuento del muchacho al que ayudé a convertirse en agrimensor?» La hizo. Esa anécdota estaba entre las más narradas por ella. Se llenaba de orgullo –igual que a todos y todas- al relatar que enseñó a leer, a escribir, de matemáticas y física a un joven que, años más tarde, le envió una carta para agradecerle por todo.

Aunque la historia que más me gusta contar es esa que pasaba ya desapercibida. Mi abuela llegó a comer muy poco durante sus últimos años de vida. Cada pedazo de carne lo guardaba o se lo regalaba a Sara María, la perrita de la casa. Al inicio me reía mucho de tal acto. Parecía gracioso, solo eso. El tiempo pasó y pude comprender el significado de todo. Eran tiempos difíciles, en los que mi abuela criaba a mis tíos, mi tía y mi madre; momentos de escasez y éramos una familia muy humilde. Mi abuela renunciaba a más de la mitad de su comida y la dividía entre sus hijos e hijas. El tiempo pasó, pero la costumbre quedó.

Hace siete años que murió y sigo viendo su reflejo en el espejo; la observo mientras me cepillo el cabello igual a como ella lo hacía; la veo cada vez que hay comida servida en la mesa o cuando nos tomamos una foto familiar; veo su silueta frente al televisor cada día a las 8:00 p.m. cuando comienza el noticiero. Tal vez nadie lo crea; sin embargo, la escucho cuando es la hora de bañarme y las ganas no me alcanzan para levantarme de la cama o la silla.

Asimismo, en esas fechas en que el cuerpo se siente fatal y pareces que vas a mejorar, la añoro mucho. Las canciones infantiles y la mano benévola que se deslizaba en mi espalda como queriendo asegurar que todo pasará; los paños de alcohol en las articulaciones para bajar la fiebre; los jugos deliciosos y, sobre todo, la dulce voz que me contaba historias fantásticas y aseveraba que lo más importante es saber levantarse, «poco relevante resulta cuántas fallas tengas, reconoce los errores, enmiéndalos y sigue con la cabeza erguida».

Durante este tiempo, he apreciado que las personas no mueren. Ciertamente, no podré abrazarla, besarla, ponerle una canción o bailar con ella en medio del comedor de la casa; mucho menos probaré, nuevamente, su sazón o sentiré cosquillas en la cabeza para dormir; tampoco nos sentaremos a ver películas o series que, muchas veces, ni entendía; ya no me ayudará con las clases de francés o me pedirá rendir cuentas de mis estudios cada fin de curso.

Mi abuela Elsa estará en cada historia que hago, en cada falla y victoria, reunión familiar, cumpleaños, en esas canciones de amor que canto y no tienen otro destinatario más que ella, en los textos que escribo y nadie lee y en los que se publican, en cada tarde de Arte 7 y en las noches de Tras la Huella, en esas reflexiones que se piensan a oscuras y en silencio.

¿Acaso no es eso el amor? Jamás olvidemos a quienes nos dieron todo y lo hicieron con tanta fuerza y dedicación que parte de su ser se quedó impregnado en nosotros y nosotras. Jamás olvidemos a quienes tuvieron la paciencia de conocernos y amarnos tal y como somos; a quienes pusieron de lado los prejuicios, las diferencias y hasta las contradicciones para, en un tiempo que saben corto, estar ahí, sin condiciones.

Segura estoy de que pude dedicarle más caricias, abrazos, canciones, cartas, tarjetas; darle más tiempo, todo el que pudiera.

Por el momento cerraré los ojos y disfrutaré de esos recuerdos que, en las noches, se convierten en secuencias reales: el café de la mañana, las papas fritas, el saludo desde el balcón, los espejuelos dorados, la hebilla negra, la saya y la sayuela transparente, las uñas largas, la cebolla troceada, los bailes, las risas, el beso …siempre su beso.



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