Por Lianne Garbey Bicet
Yamilka siempre había sido una mujer llena de vida, una madre ejemplar y una enfermera dedicada. La conocí en un pequeño café en la Habana Vieja, donde solíamos coincidir en la espera de la habitual tacita de energía matutina. Su risa era contagiosa, pero había algo en su mirada que me intrigaba.
Un día comenzamos a hablar y me fue revelando su historia lentamente, como un libro cuyas páginas se pasan con cuidado.
En ese momento supe que vivía con su esposo y dos hijos en un modesto apartamento muy cerca de dónde nos encontrábamos. Era la encargada de mantener el hogar funcionando, de preparar las comidas y de asegurarse de que los niños tuvieran todo lo que necesitaban.