Por Carmen Maturell Senon
Es probable que te resulte conocida la escena de la mujer que llega cansada del trabajo y sin deshacerse de sus prendas se dispone a realizar los quehaceres del hogar. O aquella mujer que prescindió de sus beneficios, para dedicarse a cuidar a su hermano, a sus padres u otro familiar. Mientras tanto el hombre, exhausto de su faena laboral, llega a la casa, reposa, mira su deporte favorito hasta que la comida esté servida. Él no tiene que cuidar a nadie, su hermana, esposa o su hija ya se encargan de ello.
En realidad, son muchas las escenas y describirlas sería interminable, pero en todas, se acrecienta una brecha palpable entre los géneros.
Las expresiones machistas continúan reproduciéndose a través de prácticas legitimadas en la cultura. Si bien las sociedades no son las mismas que hace medio siglo atrás, las mujeres siguen en desventaja, ocupando puestos feminizados, sobrecargándose; producto a las estructuras sociales y culturales que las limitan. Subyace el peso del patriarcado que fracciona nuestras vidas en estereotipos y roles de género, perpetuando una manifestación de maltrato: la violencia estructural de género.
Esta forma sistematizada de discriminación muchas veces es sutil e ignorada. Pues la violencia basada en género no necesariamente se presenta de forma física, sino que también puede ser psicológica, económica, o institucional, construyendo barreras de opresión que restringen las oportunidades y derechos de las mujeres. La responsabilidad desproporcional de los deberes domésticos y el cuidado no remunerado, la exclusión y la subvaloración; son algunos contextos de la violencia estructural.
Referirnos a ese término implica reconocer la existencia de un conflicto entre dos o más grupos, en el que el acceso a los recursos se inclina a favor de una de las partes y en perjuicio a las demás debido a los mecanismos de estratificación social. Según la socióloga Clotilde Proveyer, en su artículo Violencia Estructural de Género, esto no es más que un acto derivado del lugar que las mujeres ocupan en el orden económico y poder hegemónico. En este sentido, este tipo de violencia, acreditada como indirecta, es aplicable a las situaciones en las que se produce un daño a la satisfacción de las necesidades humanas básicas, producto de las desigualdades de género.
No hay dudas que las mujeres han conquistado espacios sociales antes vetados para ellas. Sin embargo, el mero hecho de ser las encargadas de la crianza de los hijos e hijas, de velar por la familia y ser responsables del bienestar en el hogar, restringe su acceso a los escenarios públicos. Hablamos entonces de tareas feminizadas y de roles discriminatorios; lo que se traduce en división sexual del trabajo, poca autonomía y capacidad para tomar decisiones en la vida personal y profesional.
Cuba no está fuera de este contexto. Aunque son muchas las políticas diseñadas que fomentan la incorporación de las mujeres a diferentes sectores– cosa que se ha logrado– aún es evidente el desequilibrio. Así se constata en las estadísticas dadas: en el 2022, la Tasa de Actividad Económica (TAE) fue de un 52,7 por ciento para las mujeres y 77,1 por ciento los hombres. De igual forma, la tasa de desocupación fue de 2,1 por ciento, femenino y 1,7 por ciento, masculino[i], en comparación con la población económicamente activa.
Las diferencias entre los sexos constituyen desafíos en pos de la igualdad. Saltan a la vista posibles barreras que resultan formas de violencia estructural. Pues el hecho de inactividad de las mujeres en el empleo está dado por su dedicación a las actividades productivas domésticas y de cuidados.
A groso modo se distingue que la familia, institución y pieza clave en la sociedad, está estructurada jerárquicamente, basada en el poder masculino y subordinación femenina. Lo anterior deriva a la persistencia de la división sexual del trabajo, por la misma normalización de mitos adquiridos mediante los procesos de socialización. Y aunque existen núcleos familiares donde prima la equidad y solidaridad, lo predominante es que se asuma acríticamente el papel de mujeres cuidadoras, porque lamentablemente, el machismo ha conseguido camuflarse en la cotidianidad.
Sin dudas la violencia estructural de género es un reto que demanda la participación activa de todos y todas. Aún estamos lejos de ser una sociedad libre de violencia y se requiere de una mirada profunda para desmontar los valores que la legitiman. Su erradicación parte del reconocimiento de su existencia y su impacto constante y dañino. Es esencial formar generaciones que comprendan y rechacen todas las formas de maltrato existentes, y para eso se requiere establecer mecanismos educativos, transversalizados por la perspectiva de género y desarrollar acciones encaminadas a su prevención, como bien se articula en la Estrategia Integral para la Prevención y Atención a la Violencia de Género.
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