Por Marilys Suárez Moreno
La vida de Melissa está regida por el reloj. Apenas comenzó el prescolar, su mamá la inscribió en una escuela de baile español y en clases de inglés, cerca de su casa. Hoy la niña tiene 10 años y su escaso tiempo libre lo emplea en estudiar y jugar en su computadora. Algo similar ocurre con Anthony, de ocho años, inscrito en un grupo de baile y cuya agenda se completa con tres días de repaso a la semana.
Daniel, por su parte, vive su infancia sin mayores presiones que las de aprobar el grado y estar a las nueve de la noche en casa para bañarse, comer y hacer las tareas. Lo mismo sucede con Josué, Cristian, Anabel, Melanie y el Dany, otros chicos y chicas del barrio, quienes apenas llegan de la escuela corretean por la calle, ajenos a los regaños de los vecinos, hasta que son llamados a gritos, generalmente por sus madres, interrumpiendo el jolgorio que se prolonga hasta tarde en la noche para disgusto del vecindario.
Muchos de estos menores se bañan y comen a las tantas de la noche, ajenos a los límites o normativas que deben pautar la vida infantil desde la más temprana infancia, porque desde muy corta edad se han acostumbrado a conseguir lo que desean y hacer su voluntad, sin que sus familias se preocupen mucho por ello.