Por Marilys Suárez Moreno
Un duro golpe debió sufrir Doña
Leonor Pérez Cabera cuando conoció de la muerte en combate de su único hijo
varón, José Julián Martí Pérez, quien siempre tuvo un espacio privilegiado en
el corazón de la madre que tanto amó.
Ella libró, con constancia y
consagración, la crucial batalla de
cuidar a su numerosa familia y aportar a la formación y personalidad de cada
uno de sus hijos valores tales como la modestia, la laboriosidad, la entereza ante
las dificultades y la defensa de la verdad. De hecho, contribuyó decisivamente
a la formación ética y moral que hizo de
su hijo el más universal de los cubanos.
El amor y la ternura que Leonor Antonia de la Concepción Micaela Pérez Cabrera depositó en sus vástagos se trocaron en dolor y angustia cuando su primogénito José Julián sufrió prisión y trabajos forzados en las canteras de San Lázaro, siendo apenas un adolescente. Desterrado después por sus ideas políticas, nadie como su madre sintió tanta pena por el peregrinaje de su hijo amado, alejado de ella, fuera de la patria en que nació y en la que apenas pudo vivir, porque se vio ante la disyuntiva de escoger entre el amor a sus padres y hermanas y su deber con la tierra amada.
Pepe describió el hondo dolor de su progenitor
durante aquellos días de su encarcelamiento, cuando logró verle y el viejo
querido buscaba colocarle unas almohadillas que su madre le había hecho para
evitar el roce de los grilletes. Ya en
prisión, Leonor iba todos los días con sus hijas a la oficina del Gobernador a
pedir la libertad del hijo prisionero, “con ideas peligrosas”, según las
autoridades españolas.
Muchas penas le esperarían a Doña Leonor,
nacida en Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, el 17 de diciembre de 1828,
radicada en Cuba desde los 14 años y casada con el valenciano Don Mariano Martí
y Navarro, con quien procreó ocho hijos. Pero si algo llenó su existencia de
luz, fue aquel 28 de enero de 1953, cuando nació Pepe, su único varón entre
tantas niñas, quien se convertiría en un hermano devoto de ellas.
Era una mujer singular. Mariano, por entonces
sargento de artillería, valoraba en ella su inteligencia natural, al extremo de
otorgarle un poder para que lo representara en sus gestiones de negocios. Dulce
y delicada debió de haber sido aquella moza fuerte, que aprendió a leer y
escribir en casa de unas amigas, ya crecida, venciendo el cerco familiar y los prejuicios de la época en Las Canarias
de entonces. Su hijo lo reflejó tempranamente en su drama Abdala, publicado en enero de 1859, en el que un joven guerrero se
ve ante la disyuntiva de escoger entre el amor materno y la patria; y se marcha
a la guerra.
Pese al
obligado alejamiento Martí, este nunca dejó de preocuparse por sus padres.
Tierna, digna y virtuosa, Leonor se creció ante los ojos de su hijo
aquella noche de los terribles sucesos
del teatro Villanueva, tan bien reflejado en el filme cubano El ojo del canario, cuando la madre
salió en busca de su muchacho, en medio de las balas.
“Era mi
Madre; fue a buscarme en medio de la gente herida y las calles cargadas a
balazos y sobre su cabeza misma, balas
que disparaban a una mujer”.
Para sus padres, Pepe debía ser un sostén para
la familia y guía y consejero para sus siete hermanas, como era costumbre de la
época. Pero no fue así, por lo menos de la manera que quizás lo imaginaron sus
progenitores.
Por sus
cartas, vemos que él ejercía tutela y orientación desde la distancia sobre sus
hermanas, casi siempre a petición de Leonor. Entre Martí y sus padres hubo, sin
dudas, desarreglos, incomprensiones, reprimendas, consejos, enfrentamientos;
pero nunca lo dejaron solo. Ella tenía conocimiento de los peligros que
rodeaban a su hijo y, aunque quizás no lo supo comprender ni apoyó en sus
actividades independentistas, no fue por razones políticas, fue por la
supervivencia de la familia que amaba y protegía.
Su
querido Pepe nunca dejó de preocuparse por la autora de sus días y por su
padre, ya viejo y achacoso. Pese a su obligado alejamiento, se las ingeniaba
para hacerle llegar ayuda y misivas enternecedoras. “Mi madre tiene grandezas y
se las estimo y la amo”. “¿Y de quien
aprendí yo mi entereza y rebeldía, o de quien pude heredarlas sino de mi padre
y de mi madre? “
Cuando su
hijo cayó en Dos Ríos, aquel fatídico 19 de mayo de 1895, Leonor sufrió un duro
golpe que sumó al dolor provocado por el sucesivo fallecimiento de la mayoría
de sus hijas para entonces.
Ya
anciana, al instaurarse la república lastrada por el neocolonialismo,
sobrevivía apenas con un sueldo como empleada subalterna de una secretaria del
Gobierno. Los emigrados cubanos
promovieron una colecta popular para adquirir la casa natal del Héroe
Nacional de Cuba y Apóstol de nuestra Independencia, y lugar donde ella se
había preocupado por colocar una tarja, honrando su nacimiento en la vivienda
de la calle Paula, en La Habana de intramuros.
Esta le
fue entregada a Leonor, ya con su salud bastante quebrada y con la miseria a
las puertas, lo que la obligó a alquilarla e irse a vivir con su hija Amelia.
Allí falleció el 19 de junio de 1907, a la edad de 78 años.
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