miércoles, 19 de junio de 2024

Doña Leonor, orgullosa entereza

Por Marilys Suárez Moreno

Un duro golpe debió sufrir Doña Leonor Pérez Cabera cuando conoció de la muerte en combate de su único hijo varón, José Julián Martí Pérez, quien siempre tuvo un espacio privilegiado en el corazón de la madre que tanto amó.

Ella libró, con constancia y consagración,  la crucial batalla de cuidar a su numerosa familia y aportar a la formación y personalidad de cada uno de sus hijos valores tales como la modestia, la laboriosidad, la entereza ante las dificultades y la defensa de la verdad. De hecho, contribuyó decisivamente a la formación  ética y moral que hizo de su hijo el más universal de los cubanos.


 El amor y la ternura que Leonor Antonia de la Concepción Micaela Pérez Cabrera depositó en sus vástagos se trocaron en dolor y angustia cuando su primogénito José Julián sufrió prisión y trabajos forzados en las canteras de San Lázaro, siendo apenas un adolescente. D
esterrado después por sus ideas políticas, nadie como su madre sintió tanta pena por el peregrinaje de su hijo amado, alejado de ella, fuera de la patria en que nació y en la que apenas pudo vivir, porque se vio ante la disyuntiva de escoger entre el amor a sus padres y hermanas y su deber con la tierra amada.

 Pepe describió el hondo dolor de su progenitor durante aquellos días de su encarcelamiento, cuando logró verle y el viejo querido buscaba colocarle unas almohadillas que su madre le había hecho para evitar el roce de los grilletes. Ya  en prisión, Leonor iba todos los días con sus hijas a la oficina del Gobernador a pedir la libertad del hijo prisionero, “con ideas peligrosas”, según las autoridades españolas.

 Muchas penas le esperarían a Doña Leonor, nacida en Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, el 17 de diciembre de 1828, radicada en Cuba desde los 14 años y casada con el valenciano Don Mariano Martí y Navarro, con quien procreó ocho hijos. Pero si algo llenó su existencia de luz, fue aquel 28 de enero de 1953, cuando nació Pepe, su único varón entre tantas niñas, quien se convertiría en un hermano devoto de ellas.

Era  una mujer singular. Mariano, por entonces sargento de artillería, valoraba en ella su inteligencia natural, al extremo de otorgarle un poder para que lo representara en sus gestiones de negocios. Dulce y delicada debió de haber sido aquella moza fuerte, que aprendió a leer y escribir en casa de unas amigas, ya crecida, venciendo el cerco familiar  y los prejuicios de la época en Las Canarias de entonces. Su hijo lo reflejó tempranamente en su drama Abdala, publicado en enero de 1859, en el que un joven guerrero se ve ante la disyuntiva de escoger entre el amor materno y la patria; y se marcha a la guerra.

Pese al obligado alejamiento Martí, este nunca dejó de preocuparse por sus padres. Tierna, digna y virtuosa, Leonor se creció ante los ojos de su hijo aquella  noche de los terribles sucesos del teatro Villanueva, tan bien reflejado en el filme cubano El ojo del canario, cuando la madre salió en busca de su muchacho, en medio de las balas.

“Era mi Madre; fue a buscarme en medio de la gente herida y las calles cargadas a balazos y sobre su cabeza misma,  balas que disparaban a una mujer”.

 Para sus padres, Pepe debía ser un sostén para la familia y guía y consejero para sus siete hermanas, como era costumbre de la época. Pero no fue así, por lo menos de la manera que quizás lo imaginaron sus progenitores.

Por sus cartas, vemos que él ejercía tutela y orientación desde la distancia sobre sus hermanas, casi siempre a petición de Leonor. Entre Martí y sus padres hubo, sin dudas, desarreglos, incomprensiones, reprimendas, consejos, enfrentamientos; pero nunca lo dejaron solo. Ella tenía conocimiento de los peligros que rodeaban a su hijo y, aunque quizás no lo supo comprender ni apoyó en sus actividades independentistas, no fue por razones políticas, fue por la supervivencia de la familia que amaba y protegía.

Su querido Pepe nunca dejó de preocuparse por la autora de sus días y por su padre, ya viejo y achacoso. Pese a su obligado alejamiento, se las ingeniaba para hacerle llegar ayuda y misivas enternecedoras. “Mi madre tiene grandezas y se las estimo y la amo”.  “¿Y de quien aprendí yo mi entereza y rebeldía, o de quien pude heredarlas sino de mi padre y de mi madre? 

Cuando su hijo cayó en Dos Ríos, aquel fatídico 19 de mayo de 1895, Leonor sufrió un duro golpe que sumó al dolor provocado por el sucesivo fallecimiento de la mayoría de sus hijas para entonces.

Ya anciana, al instaurarse la república lastrada por el neocolonialismo, sobrevivía apenas con un sueldo como empleada subalterna de una secretaria del Gobierno. Los emigrados cubanos  promovieron una colecta popular para adquirir la casa natal del Héroe Nacional de Cuba y Apóstol de nuestra Independencia, y lugar donde ella se había preocupado por colocar una tarja, honrando su nacimiento en la vivienda de la calle Paula, en La Habana de intramuros.

Esta le fue entregada a Leonor, ya con su salud bastante quebrada y con la miseria a las puertas, lo que la obligó a alquilarla e irse a vivir con su hija Amelia. Allí falleció el 19 de junio de 1907, a la edad de 78 años.

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