Por Mariana Gil Jiménez
Cuando se habla de «familia», usualmente, hay una tendencia a homologarla al «hogar», entendido como ese ámbito conformado por varias personas que se eligen unas a otras, día a día, para sus vidas y constituyen un refugio, un lugar no solo físico, sino también emocional, donde reponerse del agotamiento y los conflictos; un espacio donde la empatía y la compasión van de la mano del respeto y la independencia de cada ser y se brinda, según corresponda en cada situación, ayuda y confianza, contención y vuelo, reforzando el amor hacia una misma y hacia las demás.
En la mayoría de los contextos sociales y culturales, esta amplia noción se ve reducida a una idea del «hogar» que equivale a una estructura familiar «prediseñada» (padre, madre e hija/hijo), cuya jerarquía recae sobre quienes ejercen las paternidades/maternidades y se sostiene mediante creencias y «lealtades» (las cuales, en muchas ocasiones, atentan contra el derecho de individuación de las hijas e hijos, en detrimento de su asertividad, integridad y autoestima), que se fundamentan en la consanguineidad de los vínculos.
Paradójicamente, si nos atenemos al primer concepto, descubriremos que no todas las personas consideran «hogares» a aquellas otras con las que comparten sus genes, es decir, a sus familias de origen; y, en cambio, sí perciben de este modo a amistades cercanas y lejanas, a perros, gallinas, árboles y plantas...e incluso, a personajes de libros. Representa un sesgo significativo, si no un error, por ende, aferrarse a la idea de una estructura de familia «original», «correcta», «verdadera», o «superior»; asimismo, referirse a las familias en términos exclusivamente biológicos nos lleva a restar nuestra inmensa capacidad de hallar hogares en otras relaciones y valorar como tales a un sinnúmero de personas.
Resulta muy cuestionable que, al día de hoy, en nuestras culturas no se considera a las parejas como familia, disminuyendo la trascendencia y el alcance de estos vínculos. Pese a compartir una casa, responsabilidades varias, sueños y proyectos comunes, si dicha unión no se ha legalizado a través de los mecanismos pertinentes, sus integrantes no solo carecerán de los derechos respectivos, sino que, en el imaginario popular, la relación no pasará de verse como un «noviazgo», a lo sumo…aunque lleven juntas más de ocho años.
¿Cuántas veces no hemos escuchado decir que dos personas hacen una pareja «perfecta», pero que es una lástima que no tengan, o no puedan tener hijas, ni hijos? Aquí yace otra de las limitaciones de orientar los afectos a un único destino: la procreación. Esta presión política y cultural que cargamos como mujeres cisgénero no a nuestras espaldas, sino en nuestros úteros, preconiza que no estamos «completas» sin un hombre, con el fin de alumbrar «su» descendencia; razón por la cual debemos sentirnos defectuosas, tristes y culpables en el caso de no poder concebir, elegir no hacerlo, o establecer vínculos sexoafectivos que disientan de la cis-heteronormatividad y de la monogamia hegemónicas.
Tal y como ha sido sabiamente ilustrado por las feministas, el patriarcado predica un amor estrecho y obsoleto, basado en relaciones de poder y propiedad, que se traducen en la posesión de las mujeres y sus hijas e hijos en calidad de objetos.
Esta forma de entender los afectos es, precisamente, la que subyace en las dinámicas de violencia interpersonal e intrafamiliar y alimenta un equívoco sentimiento de «pertenencia», que se apoya en la réplica de las conductas y los discursos aprendidos, que abogan por el control sobre quienes decimos «amar» y la abierta manifestación de los «celos».
Dicha visión nos provoca mayor inseguridad frente a los desafíos y las complejidades que presentan todas las relaciones, y garantiza su permanencia y difusión mediante el exilio y la discriminación de quienes decidimos cultivar nuestros vínculos de una manera diferente.
Así pues, no se censura la violencia ejercida por el padre, sino el irreverente tajo del hijo que corta sus lazos. No se señala a la abuela que nunca ha respetado los límites y demanda todavía a su nieta que sea una persona distinta: se juzga a esta por elegir su propio camino, tildándola de desagradecida, e incitándola a arrepentirse.
No se reprende y combate el maltrato del marido, los años de infelicidad que ha entregado a su esposa: se critica a la madre que ha dicho «basta», que ha partido de la casa con sus hijas en los brazos, buscando su bienestar; se la condena de egoísta, aunque haya puesto la seguridad de sus criaturas por delante, porque, desde el ojo patriarcal, ella está «destruyendo su matrimonio», ella «abandona su familia» … Pero su marido hacía tiempo que no era su hogar, sino un calabozo.
No se puede amar el lugar donde temes hallarte.
En estos tiempos, cuando los fundamentalismos se dan palmaditas en los hombros, apremia destacar una certeza: el acto de engendrar una nueva vida no te hace dueño, ni dueña, de ella. La única vida terrenal que tenemos, la nuestra propia, no puede empeñarse ni trocarse por una deuda que jamás hemos contraído con quienes nos aseguran haberse «sacrificado» por ella.
Todas las personas merecemos vivir acorde a nuestros sentires y pensares, con el compromiso de ser coherentes y consecuentes, y de respetar a las demás, sin imponernos, buscando siempre el diálogo, apelando a la ternura… No hay una «Verdad»: hay múltiples verdades; no hay una «Familia»: hay millones de familias; no hay un único «Amor»: hay infinitos amores.
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