Por Mariana Gil Jiménez
Cuando se habla de «familia», usualmente, hay una tendencia a homologarla al «hogar», entendido como ese ámbito conformado por varias personas que se eligen unas a otras, día a día, para sus vidas y constituyen un refugio, un lugar no solo físico, sino también emocional, donde reponerse del agotamiento y los conflictos; un espacio donde la empatía y la compasión van de la mano del respeto y la independencia de cada ser y se brinda, según corresponda en cada situación, ayuda y confianza, contención y vuelo, reforzando el amor hacia una misma y hacia las demás.
En la mayoría de los contextos sociales y culturales, esta amplia noción se ve reducida a una idea del «hogar» que equivale a una estructura familiar «prediseñada» (padre, madre e hija/hijo), cuya jerarquía recae sobre quienes ejercen las paternidades/maternidades y se sostiene mediante creencias y «lealtades» (las cuales, en muchas ocasiones, atentan contra el derecho de individuación de las hijas e hijos, en detrimento de su asertividad, integridad y autoestima), que se fundamentan en la consanguineidad de los vínculos.
Paradójicamente, si nos atenemos al primer concepto, descubriremos que no todas las personas consideran «hogares» a aquellas otras con las que comparten sus genes, es decir, a sus familias de origen; y, en cambio, sí perciben de este modo a amistades cercanas y lejanas, a perros, gallinas, árboles y plantas...e incluso, a personajes de libros. Representa un sesgo significativo, si no un error, por ende, aferrarse a la idea de una estructura de familia «original», «correcta», «verdadera», o «superior»; asimismo, referirse a las familias en términos exclusivamente biológicos nos lleva a restar nuestra inmensa capacidad de hallar hogares en otras relaciones y valorar como tales a un sinnúmero de personas.