Por Marilys Suarez Moreno
Desde que se nace hasta los tres años de vida se establecen, casi simultáneamente, los cimientos del lenguaje, las habilidades motrices y se constituyen los mecanismos fundamentales del conocimiento. Ese lapso es el período en que más cambios se pueden observar en el niño o niña, pues es el momento en que el cerebro humano está en plena expansión. De hecho, está comprobado que no hay etapa en el desarrollo de la existencia en que las influencias se graban con tanta precisión en la más íntima estructura psíquica como en los primeros años de vida.
Según los especialistas, el cerebro del bebé es como un rompecabezas cuyas piezas son infinitas. Cada sonrisa suya, gestos, movimientos, cada canto de cuna de la madre, mimos y sonrisas sientan las bases de nuevas conexiones neuronales y despiertan en la criatura aptitudes e influencias que, de otra forma, acaso jamás hubiera obtenido.
En la definición de quién es y será cada criatura confluyen dos fuerzas: la herencia genética del individuo y la que le imprime la vida en las múltiples experiencias que le toque vivir. Esta última, aseveran los estudiosos del tema, es la que lleva la de ganar.
Al nacer, el cerebro de la criatura es muy inmaduro. La mielina, la vaina que protege sus nervios termina de formarse a los tres años y, en general, todas las células cerebrales se siguen multiplicando hasta esa edad y después ya no se reproducen más .Así, la mayoría de las mil millones de conexiones neuronales con que nace y hace que hable, mire, se mueva, escuche, reconozca gestos y, a la vez, hagan lo mismo con él o ella, depende de esa conexión. Parece muy simple, pero para su diminuto y aun incipiente cerebro resulta un trabajo agotador.
Durante el primer año de vida el niño o niña no solo agudiza los sentidos. También necesita aprender a establecer relaciones de causa y efecto. Por ejemplo, con el tiempo, empieza a distinguir que cuando suena un timbre o tocan a la puerta, hay alguien del otro lado.
Esta clase de hitos se realiza sin mayor estimulación que la que le brindan naturalmente la mayoría de los padres, en especial las madres. Algo similar ocurre con el aprendizaje del lenguaje. Como el bebé está expuesto al idioma desde sus excrecencias intrauterinas, que transitó acompañado siempre de la voz de mamá, llega al mundo con una facilidad para distinguir, al menos, estructuras de lenguajes familiares de otras que nunca escuchó.
Uno de los grandes misterios de la adquisición del lenguaje es que, a pesar de que los padres y demás familiares lo único que hacen es mantener una relación comunicativa con su hijo o hija, inconscientemente producen situaciones de aprendizaje e instrucción.
Al hablar de los logros evolutivos de un bebé vale señalar que el tacto es un estimulo importante para su sistema nervioso central y que los abrazos y caricias también activan el aparato digestivo y liberan hormonas en el pujante organismo infantil en desarrollo.
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