Por Marilys Suárez Moreno
Ponerle límites al niño o niña de dos a cinco años no es una arbitrariedad, es ayudarle a vivir más integrado al mundo que le rodea.
Un menor de esas edades tiene una visión del mundo tan ancha como sus ansias de descubrimiento. Está lleno de iniciativas y busca ejercerlas a su modo. Posee una estructura ósea que le permite ciertas habilidades y empieza a disponer de un arma más sofisticada, el lenguaje.
Ya exige, pregunta, indaga, grita y patalea, llegado el caso. Es una edad donde prima el egocentrismo, o sea, todo está centrado en sus propios puntos de vista y se precisa obrar tempranamente para que dicho comportamiento no se estructure como un rasgo definitivo del carácter.
Como es lógico, la sola idea de imponer límites, de regularles la vida con prohibiciones que aún no puedan entender, preocupa a los padres y a la familia toda.
Ponerles límites a un infante de dos a cinco años no es una arbitrariedad, es implicarlo a una progresiva aceptación del principio de realidad que poco a poco se va imponiendo, porque la vida tiene leyes que debe empezar a aceptar, aun a riesgo de sufrir decepciones. Esto lleva a una definición cada vez masa clara de los límites, de las prohibiciones respecto a los demás, a su propiedad y a las situaciones de peligro o dolor.
Es importante, pues, que niña y niño comprendan las razones de las limitaciones que se le hacen. El por qué las cosas son de una manera y no de otra y, sobre todo, darle tiempo para pensar, adaptarse y actuar. A un infante pequeño todo le resulta interesante, todo se le antoja y si no le ponemos coto, tratará de hacer siempre su voluntad.
¿Nos hemos preguntado cuántas veces en el día empleamos el negativo NO con nuestros hijos e hijas ¿Si lo hiciéramos, perderíamos la cuenta? De tanto repetirlo a veces llega a perder su verdadero significado.
Vele recordar que el negativismo infantil aparece, por lo general, conectado a órdenes rutinarias dadas por los adultos, sobre cosas que a nosotros nos parecen muy lógicas, como, por ejemplo, ordenarle que deje el juego y permanezca quieto un rato.
Una prohibición deniega algo, y otra, por el contrario, permite hacer lo que no se debiera. Es cierto que a veces resulta muy difícil determinar lo prohibitivo y lo que no lo es. Existen, claro, los tabú. Impedimentos rígidos como no permitir subirse a una ventana, jugar con tijeras o agujas, andar con la llave del gas o cruzar solo una calle más que con los mayores, etc.
Un ´NO´ pronunciado con firmeza con el papá o la mamá debe ser, justamente, un NO. Ceder por el temor a la pataleta o berrinche implica dejar de lado algo que el menor necesita: sujeción y coherencia.
Cada NO tiene su momento y sus circunstancias y corresponde a los adultos determinar cuales son realmente necesarios o, por el contrario, se acomodan al criterio y a las necesidades paternas y maternas.
Prohibir siempre es tan negativo como hacerlo y rectificar después, ya que el niño o niña puede llegar a perder el verdadero valor de lo negativo. No todo debe ser NO, pero tampoco todo, SÍ. Encontrar el justo equilibrio a las restricciones es tarea de la familia, la que deberá tener en cuenta siempre que los síes o noes bien meditados y oportunos devendrán perfecto medio de educación moral de su descendencia.
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