Por Marilys Suárez Moreno
Noviembre, en su día 25, se dedica al Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, para dar inicio a una jornada que se extiende hasta el 10 de diciembre, Día de los Derechos Humanos. Dos temas que se imbrican y no tienen días ni horas, porque para muchas mujeres en el mundo la violencia de género en el ámbito doméstico y familiar resulta recurrente.
En Cuba no estamos exentos de ese flagelo. Golpes, insultos, gritos, vejámenes, desprecio, sometimiento y hasta prohibiciones y amenazas de muerte forman parte del ilimitado mundo de los que hacen de la violencia un modus vivendi, pues es característico de este tipo de relación, la humillación física y sicológica de la víctima.
Expertos en el tema aseguran que la violencia de género es estructural y sistémica y comprende un conjunto de actitudes, expresiones y manifestaciones de diversas índoles.Un único objetivo guía a los violentadores: someter, degradar y controlar a sus víctimas, causarles sufrimiento físico y psíquico y, en no pocas ocasiones, hasta la muerte.
El flagelo es universal y tiene a las mujeres, las niñas y adolescentes, fundamentalmente, entre sus principales perjudicadas; la mayoría de las veces ocultas entre las paredes de sus casas, en un ámbito permisivo y casi sin reflejo social.
Según algunas estadísticas, la sufren más del 30 por ciento de las cubanas, aunque algún porcentaje mayor ha declarado haber sufrido violencia en algún momento de sus vidas y no pocas ocultan lo que sucede entre las cuatro paredes de sus casas, ya sea por miedo o por proteger a los hijos que, de alguna manera, también son víctimas calladas de sus agresores.
Y si bien nuestra sociedad ha evolucionado lo suficiente y las mujeres por voluntad propia y las propias leyes disponen de las mismas prerrogativas que los hombres en cuanto a salarios, educación, promoción y protagonismo en todos los niveles estatales, aún existe el criterio de que ese es un tema privativo, personal de la pareja en cuestión y, por ende, de su esfera familiar y doméstica.
Criterios arcaicos y retrógrados, sí, pero vigentes en muchas mentalidades, que todavía amparan la invisibilidad de lo que ocurre puertas adentro, por aquello de que: “Entre marido y mujer, nadie debe meterse”. Y víctimas y espectadores pasivos hacen oídos sordos a cualquier reclamo de ayuda.
En ocasiones, las maltratadas denuncian o lo extremo de los casos ―ataques en la calle, violación o feminicidio— hacen que la ley intervenga, pero la mayor parte prefiere el anonimato, ya sea por vergüenza, miedo, la potestad de los hijos o dependencia económica o de vivienda con el agresor, y acepta los golpes del silencio como una naturalización de la violencia.
Pero más que las denuncias y cualquier otro mecanismo o herramienta que cubra los ámbitos e instancias de las víctimas, de conjunto con la prevención, la educación, la vigilancia oportuna, las entidades que las amparan, las denuncias y todas las campañas habidas y por haber juntas, lo prioritario es hacerla visible no sólo ante los ojos de las mujeres que la sufren, sino ante la sociedad que, supuestamente, debe protegerlas y actuar decisivamente a su favor.
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