Por Gabriela Orihuela
«Con todo esto que yo tenía en mis espaldas, vino un amigo de años de mi padre y mío a amenazarme, ¡quería la finca! Me dijo “esto es mío porque aquí el hombre soy yo y en tu familia ya no hay hombres”. Es cierto que no había hombres, pero quedamos las mujeres y yo iba a trabajar la tierra. Tenía casi siete meses y pico de embarazo, la otra niña mía adolescente y mi mamá con 80 años cuando me llaman una noche para preguntarme por mis animales. Para mi sorpresa ese señor les había abierto el portón y estaban en la autopista y hasta los mataba ahí mismo.
«Salí con mi barriga y su mujer me gritó que me escondiera en la casa, que él se había vuelto loco y quería matarme. Mis hermanas se movilizaron y me ayudaron a guardar a lo animales. ¡Imagina! Hubo que traer a la brigada especial de Artemisa para llevárselo. Hasta la jefa de policía quería que yo firmara una carta de advertencia y una multa de más de 300 pesos por escándalo público. El escándalo era de él, que estaba en el patio de mi casa dispuesto a acabar conmigo. No firmé nada y, por eso, estuve tres días en el calabozo. En una ocasión, fuimos hasta a juicio. Pude meterlo preso, pero no lo hice».
Cada pelea de Sara se concentraba en cuidar la propiedad que el propio Fidel Castro Ruz le legó a su padre. «El Comandante nos dio una casita no muy lejos de acá para vivir y esta tierra que, inicialmente, era solo para trabajarla. Yo me quedé viviendo allá y mi papá hizo acá esta casa».
Entre disputas legales y conflictos pasaron ocho años en los que Sara no pudo obtener la propiedad de la finca de su padre. «Esta finca nunca me la pudieron quitar, pero la otra casa, sí. Aparecieron unas personas alegando que mi padre, en vida, les había vendido esa propiedad por más de 40 mil pesos cubanos convertibles y la compra y venta se había hecho verbal. ¡Qué horror! Ese dinero nunca existió, ese papel tampoco, mi padre nunca vendió nada. Así la perdí».