La historia que escribimos
En los últimos años se ha visibilizado con mayor fuerza, desde los medios de comunicación, la violencia machista; no es suficiente, pero se hace notar la necesidad de seguir abordando el tema. Disímiles son las historias que podemos mostrar; cada una de ellas guarda, entre líneas y sentires, mensajes de fortaleza, resiliencia, luchas internas y otras más visibles. Narrar los testimonios de mujeres víctimas de violencia de género no es un mero acto de enunciación, puede convertirse, además, en la excusa perfecta para teorizar y educar sobre conceptos manidos, pero poco comprendidos; para conocer que existen, entre silencios y verdades; para saber que ellas, las mujeres, no están solas.
***
Mi madre siempre fue una mujer fuerte. No puedo afirmar que se debiera a su signo zodiacal, escorpio del 20 de noviembre de 1944, o al acompañamiento de sus ancestros; sin embargo, lo fue. Aunque tampoco tengo dudas, lo vivido la moldeó similar al Caguairán, ese árbol temido llamado quiebra hacha. Ella siempre logró romper los miedos, las incertidumbres.
Nelsa, mi madre, creció en un ambiente familiar agitado por el contexto, pero tierno; rodeada por once hermanos y hermanas; solo las dos primeras tuvieron acceso a los estudios cuando fueron entregadas a otras familias. A ella, con cinco años, le tocó trabajar como doméstica en la casa del señor Abdala. Entre el fogón, la lavandería y productos de limpieza soñaba en su Santiago de Cuba natal. Julita, de once años, Luisito de cuatro y Angelito de ocho, hacían los días de trabajo más llevaderos al acompañarla. La familia cerca es siempre motivo de sonrisas.
La casita donde vivió, allá en Boniato, era pequeña. La madre de Nelsa, mi abuela, la mantuvo muy arreglada y limpia. El padre de ella, mi abuelo, comenzó a desorientarse a temprana edad. Abrazar sin saber a quién o por qué suele ser mala señal.
Pero un día, fueron desalojados —sin motivo aparente— de ese sitio donde construyeron su hogar. Pernoctar, vagar, rentarse, existieron como soluciones válidas. Mi mamá, de pequeña, sobrevivió a caídas, enfermedades, hambre, castigos. Dicen que era extremadamente sensible. Por mi parte, sigo pensando que era luz.
La casa del capitán Tapia fue otro sitio, donde ella trabajó sin descanso siendo niña. Nelsa resultó ser doméstica y amiga de la esposa de ese militar. Nunca hubo queja alguna de su desempeño. No obstante, aquel capitán hizo que el fuego consumiera la ropa de mi madre delante de los ojos expectantes de todas las personas que residían en la morada. La esposa le había dado permiso a la niña Nelsa para asistir a la boda de su hermana mayor y él no sabía; tomó tal acción como rebeldía y lo condujo a incendiar sus pertenencias.
En casa de Vistel, músico y maestro de profesión, tampoco las cosas salieron bien. Día a día, una mano masculina y mayor tocaba los pechos nacientes de la adolescente Nelsa. Por varios días, ella calló y se preguntó si era normal, si era correcto. La respuesta siempre fue la misma: «no».
No había ley alguna que protegiese, por ese entonces, los derechos de una niña negra, analfabeta y proveniente de una familia humilde. Pero el silencio fue descartado por ella. Habló con una de sus hermanas mayores; le contó todo. Sin pensarlo y sin mucho por hacer, fue sacada de aquella casa.
Cuidadora de una mujer mayor que falleció bajo la guardia de Nelsa; asistente en la vivienda de Carmen Viera Gavilán y Cuadra; empleada en el hogar de Isabel Terrero, su madrina, fueron otras labores en las que Nelsa estuvo implicada.
En 1959 triunfó la revolución y buscó empleo en una fábrica de barquillos. Trabajando allí tuvo la iniciativa de llevar a matricular a su hermana menor, María Elena, en la escuela. Mi madre odiaba que la creyesen bruta. No saber leer y escribir estaba aparejado al nivel adquisitivo, al color de la piel, no al desarrollo de nuestras potencialidades. Ella miraba las letras en los libros y entendía poco, pero hablaba con firmeza de la importancia de superarse.
Eduardo Jay, amigo cercano, fue quien eligió la fecha y la hora en la que mi madre se casó con Melquiades, mi padre. Nelsa fue la única hija de las nueve hermanas que salió vestida de novia de la casa multifamiliar. Cuentan que la boda fue todo un acontecimiento. Una persona pobre, en un barrio humilde, ¿haciendo fiesta?. Familiares, amistades, vecinos y vecinas se unieron a los preparativos; por sus manos corrió la limpieza de toda el área exterior e interior de la casa, así como los arreglos.
Nelsa no amó a Melquiades. El amor fue un falso motivo para el casamiento, los deseos de escapar de la miseria pudieron más. Melquiades era un hombre trabajador y tenía un poco más de dinero. Es injusto cuestionarla cuando no hemos estado en su piel. Muchos años después, ella me confesó que mi padre la «violó en reiteradas ocasiones». Nelsa rehusaba tener sexo con su esposo muchas veces; sin amor, sin deseos, sin impulsos, la obligaba a mantenerse quieta, respirar hondo y detener el tiempo. Ya en la vejez, cuando las fuerzas eran similares, Nelsa se imponía y rechazaba el cuerpo agresor de su esposo; él, lograba sancionarla privándole de acceso a la casa o a determinados sitios.
Tal vez, si se hubiese casado con Carlos, el primero de sus novios, mi madre hubiese sido una mujer feliz. Pero Carlos no podía permitirse cuidar un hogar. Tal vez, incluso, si la sociedad no discriminara tanto y hubiese sido justa, Nelsa habría estudiado joven, encontrado un buen trabajo y ser feliz sola o con quién deseara. Nada fue así. Son muchos «tal vez» en una historia que ya está escrita y que, lamentablemente, no puede borrarse.
Casi inmediatamente al casarse quedó embarazada, tenía solamente 19 años, y a fines del año 1964 se acogió a la conocida licencia de maternidad, pero no se volvió a incorporar más. Los celos y las afirmaciones machistas de Melquiades frenaron a mi madre —«en casa, con tus hijas, estarás mejor», «ese es tu lugar»—, hasta cuatro años posteriores, cuando, a escondidas, se gestionó un empleo como asistente de limpieza en los edificios de la Universidad de Oriente.
Año tras año, mi madre nunca dejó de hacer por ella: trabajar, estudiar primero el bachillerato y luego hasta categorizarse como asistente educativa de círculo infantil, reír entre sombras y almohadas y amar(nos).
Viky y yo nos llevamos escaso tiempo. Soy menor por poco más de quince meses. Viky nació golpeando el vientre materno; yo mientras el ciclón tropical Inés dejaba incomunicado los hospitales. Viky se guarda secretos y habla en voz baja; yo canto y bailo aunque me vean. Viky se esconde bajo las sábanas al mancharlas; yo dibujo mariposas con los colores del viento. Fuimos buenas hermanas. Vivíamos en una inmensa casa, que le cedió Jay, el amigo de mi padre, cerca de la playa en Punta Gorda. El sonido del mar jugaba con nuestros pensamientos a cada rato, sin embargo, no íbamos mucho, solo cuando nos visitaban.
En Punta Gorda, mamá aprendió a cuidar plantas y árboles frutales, alimentaba y atendía con esmero a los animales que ya ocupaban la casa: ovejas, chivos, gallinas, patos criollos y pequineses, cerdos, palomas y panales de abejas.
Un buen día decidió que no soportaba más los celos, las invasiones y privaciones impuestas por mi padre. Empacó lo necesario, nos tomó en brazos y se marchó. La idea era no regresar. Su tía repudió tal acto. Le aconsejó reflexionar y aguantar. «Cada matrimonio tiene sus altas y bajas, y cuando se decide abandonarlo, debe ser definitivamente, no abandonar y retornar a la casa cada vez que surja un problema porque se tornaría la relación como un juego y perderían el respeto familiar», le dijo. Quién sabe si otras frases como «la familia ha de estar unida», «no puedes rendirte ahora que ya tienes hijas», «el matrimonio es para toda la vida» o «fíjate bien en lo que haces que las cosas están malas» salieron a flote en ese diálogo. Después de la conversación, volvió y trató de sobrellevar su matrimonio.
Los recuerdos más lindos que conservo de mi infancia tuvieron lugar en esa casa o en las cercanías. La noche calmada, el mar, la brisa, la vecindad alegre y lejana, mamá haciendo cuentos y su silueta danzando al ruido de las cacerolas.
Melquiades trabajaba muchísimas horas y Nelsa, con o sin miedo, se ocupaba de trasladarse a la ciudad —a más de 16 kilómetros de distancia— para comprar los productos de abastecimiento de la bodega. Una o dos veces a la semana, íbamos con ella. Al retornar, el ómnibus nos dejaba lejos de casa y caminábamos; ella, con las jabas con productos, nosotras ralentizando su paso y el temor, el temor que siempre pesa.
Para espantar ese temor, cuando ya éramos grandes y virábamos las tres juntas abrazadas de noche, mamá nos contaba chistes y se inventaba historias. Nos moríamos de la risa. Hoy entiendo que era su forma de ahuyentar las malas vibras, las inseguridades.
En 1974, ese miedo cobró vida. Llegamos a nuestro hogar y mamá sabía que algo andaba mal. Una luz encendida, no había razones para ello. Entró a la gran casa, nosotras a sus espaldas. Observó que el cuarto estaba desorganizado. Las manecillas del reloj se escucharon muy bien; nos agarró las manos y salimos corriendo. Sin aliento, conseguimos llamar a la policía ayudadas por un vecino. Nunca supimos quién entró, se alimentó con nuestra comida, registró la casa y se llevó lo que considerase. Dos años más tarde, comenzamos a vivir en la ciudad. Dijimos adiós a la inmensa y bella casa.
Vicky y yo crecimos. Dos mujeres hermosas, llenas de vida, enamoradas, estudiadas. Viky se graduó y trabajó como arquitecta; se casó con Héctor, su novio desde la adolescencia y médico de profesión; unos años después se divorciaron. Mi hermana fue tan reservada que, actualmente, no puedo especificar la causa de la ruptura. Yo me hice ingeniera metalúrgica en la ex Unión Soviética. Allí también me casé y me embaracé de primer hijo y, a la vez, primer nieto de Nelsa que nació en septiembre de 1990.
Meses después, cuando mi niño cumplió dos años, llegó la noticia inesperada. Viky desapareció.
La noche anterior, Nelsa tuvo un sueño con su madre, ella le colocaba la mano en su vientre y repetía varias veces: «busca a tu hermana Paca». Mi madre llamó a su hermana mayor, pero todo estaba bien. Nadie asegura que guarda relación, pero ella era tan sensible que atañimos el sueño como un aviso, una revelación.
Viky salió de su centro laboral ese 30 septiembre y no regresó a casa. No llamó, no envió un recado. Pensábamos que había sido convocada para otra provincia con motivo a algún trabajo urgente. La noche pasó. La madrugada pasó. La mañana pasó. Viky nunca pasó.
Llamamos al trabajo, sus colegas no sabían nada. Había firmado la hoja de salida. Simplemente desapareció.
Su jefe tocó la puerta y le dijo a mi madre que ya había hecho la denuncia de su desaparición, incluso que había ido a la casa del sospechoso a confrontarlo. ¿Cómo sabía que estaba desaparecida, aquí nunca preguntó? ¿Quién era ese sospechoso? ¿Por qué estaba tan seguro que algo horrible había pasado? Treinta y tres años han pasado y sigo pensando en esas interrogantes.
Nombraron sospechoso a un exrecluso que había asesinado a su mujer. Trabajaba cerca de ella. En una ocasión, comentó, refiriéndose a Viky, «esa mujer va a ser mía». El jefe lo escuchó. De esas palabras proviene la certeza de la calamidad. No se halló nada. Ni evidencia, ni un bolso, ni un cadáver, ni rastro de Viky.
Una incertidumbre dolorosa atravesaba el cuerpo de mi madre. Tuvo que jubilarse antes de tiempo porque salir a la calle era como ir a un espectáculo. Muchas personas la paraban para hablarle de Viky. Cada comentario, pregunta, frase, más allá de reconfortar, le recordaba que su hija mayor no estaba y que, posiblemente, nunca supiera qué pasó.
Cuidar a su nieto le daba fuerzas. Verlo crecer era su mayor apoyo. Escuchar y hablarle a San Lázaro también ayudó. Dejar de buscar a Viky nunca fue una opción. La policía trabajó el caso como un homicidio e investigó durante muchos años. La esperanza nunca se marchó de nuestro lado. Cada imagen nebulosa podía ser ella; cada mano flotando en el mar podía ser ella; cada voz no entendida podía ser ella; cada llamada no identificada podía ser de ella. No lo fue. Nunca lo fue. No obstante, nunca la he sentido lejos. Su voz de mando y firme me acompaña.
El recuerdo constante de Viky nos empujó a dividir la casa. Mi madre y yo, entonces, estábamos cerca, pero separadas. Unidas y alejadas a la vez, conoció a su segunda nieta, Jesy, mi hija. Nelsa aplaudió cada gran o pequeño avance de su nieta: sus aprendizajes de ballet y piano, sus noches de felicidad e insomnio.
En febrero 2014 mis padres celebraron las Bodas de Oro al cumplir cincuenta años de casados. Yo celebré su unión, la familia que me dieron; mamá celebró el haber sobrevivido cinco décadas del amor que no es amor, de control, de miradas pasivas y caricias indiferentes; él, nos celebró a nosotras, su mayor y mejor adquisición.
Mi padre falleció pocos años después, mi madre lo hizo el 8 de agosto del 2023 a las seis de la tarde en La Habana.
Nelsa parece recorrer los pasillos del último hogar que compartimos juntas. Llego a casa y aun siento su voz incitándome a leer algún libro o recorte de periódico que creía interesante; todavía siento ganas de sentarme junto a ella para despachar los planes de la semana, para preguntarle qué queda por hacer o algún consejo, para tomar un delicioso café.
La risa de Nelsa la sigo escuchando cada vez que recuerdo los lindos momentos que las tres pasamos juntas. También siento su mano cándida sobre mi cabeza, sus juicios minuciosos y los deseos de libertad. Una mejor versión de ella fue lo que quiso para sus hijas y nietas; yo creo que buscaba un mejor mundo, más justo. Mi madre nunca tuvo muchas posibilidades, renunció a parte de su vida y felicidad por nosotras; fantaseó con el futuro, mientras reparaba su presente. Nosotras tuvimos nuevos retos; mi hija tiene otros.
Solo espero que los sueños de Tatata —como muchas personas le decían— se cumplan, ya sean a través de Jesy, su bisnieta, o cualquiera de las niñas, adolescentes y mujeres de Santiago de Cuba, del país, del mundo. Tatata, dinos, nosotras te escuchamos.
Este testimonio fue redactado a partir de la biografía de Nelsa, escrita por su hija menor Ana Cecilia y, además, por entrevista personal con la autora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario