Por Aime Sosa Pompa
La conocí en una de esas colas que duran más de una hora, a la espera del transporte de cada día. Se apreciaba orgullosa de su madurez, maquillada con delicadeza, como para alentar levemente el color poco común de sus ojos, aunque sin poder ocultar las ojeras. En realidad, tenía una sombra de tristeza y hasta algo de desespero que le vestía el rostro a sus 50 y pico de años. Y no era por la tardanza. Yo misma percibía que crecía algo más.
Ni sé por dónde comenzó la conversación, le inspiré confianza o quizás algo de empatía porque, sin darme cuenta, ella me estaba contando sus propósitos y lo que estaba pasando en los últimos meses. Mencionó nombres, direcciones, edades, muchos datos que se fueron borrando con la ayuda cómplice de unas neuronas que también se asustaban. Había salido de su municipio para esta capital en una estadía temporal, estaba pagando ahora un alquiler en un buen lugar a un precio genial, dándole tiempo al segundo de sus hijos recién llegado a otro país, para entonces emprender su camino de emigrante. Y cuando me dijo que se cumplió una premonición de un compañero de trabajo, sonaron las alarmas.
Le había dicho que aquí no tuviera pareja y que no se enamorara: “porque los hombres...”. Lo demás puede resultar típico y conocido en todo el imaginario que nos rodea. Esta no fue la historia de un supuesto cuento de hadas, porque quien “se había apoderado de su corazón” resultó ser tóxico y la violentaba en todos los sentidos. En todos los sentidos..., así me lo dijeron su cuerpo y sus brazos, cuando se pasaba las manos ante lo que supuse eran golpes imaginarios y recordados.
Mientras hablaba, me mostraba los pelos de los brazos erizados, la voz le temblaba, los ojos llenos de lágrimas y repletos de una indefensión que parecía llamar a la diosa de todas las lástimas. Solo le faltó decirme: “¡Míralo, ahí está!”.
Por más que le dije que podía ayudarla, no me escuchó. Solo acerté con la propuesta de denuncia, ese proceder que se vislumbra con fe como el primero en el camino de la deseada efectividad. Me contó que pudo hacerla donde habían vivido juntos. De todas maneras, él no cumplió la orden de alejamiento y, desde que la encontró en su nuevo lugar, no dejaba de visitarla. Ella le había rogado hasta de rodillas que la dejara tranquila, y de vez en cuando se iba a dormir a casa de la dueña del alquiler para dormir en paz... ¿En paz?
El intercambio duró más de una hora y creo que no escuchó mis consejos. Le dije que, si seguía así, él no pararía y podía llegar a lo que todos sabemos por conclusivo. Para mí la dominaba, se sabía temido y por eso la acosaba. No me dio santos y señas, solo dio a entender que, como un tipo de lobo a la espera de una caperucita, tenía un disfraz que ejecutaba con toda precisión. Nadie podía imaginar quién era en realidad, me aseguraba. Ya veía yo al miedo como el principal protagonista de esta historia real.
De pronto me pude ir y solo pude desearle un mejor viaje, a donde fuera, a donde ella quisiera.... Y me regaló una sonrisa tristona, pero no fingida. Por lo menos había podido escucharla. Quizás era lo que más necesitaba, justo en esos momentos.
Con el paso del tiempo recordé que su destino era a pocas paradas, sin embargo, prefirió estar allí en esa cola rodeada de gente, a pesar de que podía ir caminando y en pocos minutos llegar a su morada. ¡Me sentí literalmente estúpida al no darme cuenta! ¡Yo que le insistía e insistía en que no esperara tantas horas y se fuera, porque pronto iba a oscurecer! ¿Y si le daba pánico caminar hasta esa casa? ¿Buscaba cierto tipo de protección porque estaba viviendo horas de pesadillas? ¿Y si se sentía segura allí entre tantas personas? A cada rato me decía que no tenía familia en Cuba, que estaba sola, sola, sola. Y al parecer era yo quien no le creía.
Quizás existan otras confesiones, similares o no, donde quiera: en las calles, en las colas, en el wasapeo, en las avenidas y vericuetos de Facebook...
¿Saben qué? No la he vuelto a ver. Me duele no saber dónde está, no sé si logró volar fuera de esta isla como era el anhelo de su familia, o si está levitando donde mismo la dejé, con ese miedo enraizado hacia una figura que violenta, intimida y acosa.
Espero que a ella, en algún momento, no le haga falta una casa de acogida, que podría ser uno de los logros más aplaudidos en esta imparable contienda contra la violencia basada en género, en la que no descansaremos. También le haría falta una defensoría más pertinaz y que traspase los límites geográficos y se aposente en personas violentas y agresores, más que en territorios.
A ella no le hace falta una lágrima de lástima más, como la que yo suprimí escuchándola. Ojalá pueda contar con un destacamento de apoyo y acompañamiento, certero, diario, de abrazos, consuelos y finales felices. Sé que seremos cada vez más las que estamos buscándola para defenderla.
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