Por Marilys Suárez Moreno
La estirpe africana de Paulina Pedroso hizo de ella una mujer amante de la libertad. Esa que le fue negada a sus ancestros, traídos como esclavos a Cuba, donde, a través de los suyos, conoció la vida en los barracones y el dolor del cepo.
Nacida en Consolación del Sur, en la occidental provincia de Pinar del Río, Paulina se trasladó a La Habana, donde vivió un tiempo hasta que tuvo que salir del país, perseguida por las autoridades coloniales, al tanto de sus actividades revolucionarias y su apoyo a la causa independentista.
Ya en Tampa, ciudad floridana que tanto tuvo que ver con la emigración cubana, afincados principalmente como tabaqueros en Ibor City, Paulina y su esposo Ruperto se hicieron imprescindibles en su labor solidaria.
No había un solo emigrado cubano en Tampa, durante los años comprendidos entre 1889 y 1895, que no recordara con cariño y admiración a aquella pinareña de piel negra y sonrisa dulce llamada Paulina Pedroso.
Aun hoy, en Ibor City hay un pedacito de Cuba, de su tierra; de las tabaquerías cuyos operarios, en mayoría, eran cubanos, y se convierte en un recuerdo imperecedero para Martí.
Durante los años que precedieron a la Guerra de Independencia, época en que el Héroe Nacional de Cuba trabajaba tenazmente, junto a otros patriotas, en Tampa, en la organización del Partido Revolucionario Cubano y en la recaudación de fondos para la guerra que organizaba, Paulina fue su leal y eficaz colaboradora.
Trabajaba en el exilio incansablemente: cosía, bordaba, curaba a los enfermos, recaudaba fondos para los clubes revolucionarios, leía a los compatriotas materiales patrióticos, instaba a los cubanos emigrados a unirse y pelear en la Guerra Necesaria que Martí organizaba y hacía propaganda separatista. Veía ella en José Martí a la Patria hecha hombre y mujer, en pueblo.
Paulina fue una madre para él, en aquellos días de prueba, en que el Apóstol de la independencia cubana recurría a los emigrados para laborar por la libertad de Cuba, al mismo tiempo que cumplía con la misión de unificar los elementos con que habría de contar el nuevo período independentista que se preparaba y que estalló el 24 de febrero de 1895.
En la humilde casa de la mujer y de su esposo, pasó Martí días inolvidables, atendido y cuidado por la pareja de emigrados cubanos. Agradecido por tanto afecto, les escribió:: “
“Paulina y Ruperto. Allá les va otro hermano y ustedes saben que sólo llamo así a quien tiene bien ancho y puro el corazón. Estamos en horas de mucha grandeza y dificultad…” Y añadía luego: “Ya ustedes lo saben, estoy levantando la patria a manos puras”. Y terminaba Martí su carta a ellos: “Ni a Paulina ni a Ruperto los recuerdo nunca sin que sienta como una sonrisa en el corazón”.
La insigne patriota a la que Martí consideraba su madre negra y en la que volcó todo su cariño y devoción, murió pobre, ciega y olvidada en La Habana, el 12 de mayo de 1913.
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