Por Aime Sosa Pompa
Estábamos por todos lados y en todas las escaleras de los recintos. En ocasiones los tacones parecían martillar los metales como augurios de resistencias. Otros calzados, algunos silenciosos, los más bien pegados a la tierra, anunciaban esa comodidad que nos hace gala cuando sabemos que nos esperan largas horas de un arduo bregar. Quizás esta Cumbre pudo ser, sin pretenderlo, una Cumbre de y con mujeres empoderadas en todos sus espacios.
Las reporteras y redactoras hacíamos un arcoiris similar al de otros acontecimientos de esta índole, pero algo más se sumaba al azul profundo de esas salas de prensa, en un Pabexpo engrandecido y mejor organizado.
A veces una cabeza inclinada, un abrir extremo de la mirada o una pregunta sencilla como “¿quién está hablando?” funcionaban como la contraseña de la prontitud reclamada por cada órgano o cadena.
Las asistentes y organizadoras, muchas de ellas jovencitas, presumían de una celeridad y porte que se agradecía, justo cuando el cansancio de algunas horas aparentemente aquietadas, convertía en un vaivén de silencios a las grandes alfombras.