Por Aime Sosa Pompa
Cuando mi vecina descubrió el hematoma en su rodilla izquierda, no sabía cómo esa carne dolorosa, entre un color violeta y negro rojizo azulado, había aparecido en ese lugar. Lo más curioso fue que se lo detectó cuando pasó las manos por casualidad en esa zona afectada y le sorprendió el dolor, molesto, algo profundo; era un pedazo del cuerpo lastimado que respondía. Después recordó que había tropezado con una mesa, bailando, dos días atrás. Le llevó más de una semana desaparecerlo.
Yo, mirándola y escuchando sus quejas, imaginé cómo se formaban los hematomas de las mujeres golpeadas. Y se lo comenté. Ella guardó unos segundos de silencio y me confesó que nunca había pensado en eso, ni en cómo podían ocultarse tales marcas, mucho menos sabía cómo se podía sobrevivir a tal ejercicio execrable de poder y fuerza bruta.