martes, 9 de abril de 2024

Patriota de cuna



Por Marilys Suárez Moreno

María Cabrales no vivió a la sombra de su esposo, el Lugarteniente General Antonio Maceo Grajales. Ella forjó su historia con luz propia y alguien que la conoció de cerca, como Martí, ya lo había reconocido desde mucho antes, al destacar su actuación en la manigua durante la Guerra Grande, así como sus virtudes y profundo patriotismo durante toda su vida.

Según consta en su partida de bautismo, María Cabrales nació el 20 de marzo de 1842 en la finca San Agustín, en San Luis, Santiago de Cuba, y fue registrada en el libro para pardos de la Iglesia de San Nicolás de Morón, de esa localidad santiaguera.

Procedía de una familia perteneciente a la llamada población libre de color, con determinados recursos económicos. Si bien no tuvo ocasión de asistir a escuela alguna, aprendió en el hogar, acorde con la educación que se daba entonces a las niñas y mujeres de la época.

Una época en la cual la mujer vivía confinada a la esclavitud doméstica y quizás, por su nacimiento en cuna rica, a los oropeles de los grandes salones, según su linaje.

Ella, María Josefa Cabrales Fernández (o Isaac), vivió desde los mismos inicios la intensidad de la lucha independentista a la que se incorporó con su esposo Antonio Maceo y toda la familia de este, tan pronto las campanas de La Demajagua replicaron llamando a la guerra.

Mujer de sólidos principios morales y patrióticos, demostrados a lo largo de su existencia, María no solo fue la esposa del General Antonio Maceo, sino una patriota de muchos méritos y una mujer consagrada a los ideales cívicos inculcados por su familia y la de los Maceo-Grajales, que la tuvo como hija propia también.

Ella compartió con su glorioso esposo las inquietudes y riegos de la Guerra iniciada el 10 de Octubre de 1868; la intentona y fracaso de la Guerra Chiquita y, años más tarde, con su retorno a la Patria, las glorias de la invasión en 1895.

Como tantísimas mujeres de su época, hizo suya la causa emancipadora desde su gestación y desenlace y acompañó a la familia Maceo Grajales en su incorporación a la Guerra de los Diez Años, desde sus inicios. Tanto María como su suegra, Mariana Grajales, compartieron fuerzas y habilidades para crear hospitales de campaña, curar enfermos y heridos y conllevar las vicisitudes de una contienda larga y cruenta.

Tenía 21 años y siempre contó con el cariño y la devoción de Mariana y de su familia. Por demás, fue testigo de cómo la Madre de la Patria cubana hizo arrodillar ante un crucifijo a la familia entera, pidiéndole que lucharía por liberar a la Patria o morir por ella.

Algunos testimonios y reseñas leídas aseguran que María tuvo dos hijos y que estos perecieron en la manigua, por causa de las muchas vicisitudes pasadas. En realidad esto no se ha corroborado y la propia patriota expresó en su testamento que estuvo casada con Maceo, de cuyo matrimonio no tuvo hijos.

Se cuenta que, en cierta oportunidad, durante la llamada Guerra Grande, el General Antonio fue herido y María, quien se encontraba a su lado en medio del combate, se dirigió a Mayía Rodríguez, uno de los ayudantes más cercanos del Titán de Bronce, diciéndole: “A salvar al general o a morir con el”

María y los suyos estuvieron al lado de Antonio cuando --intransigente ante las debilidades inaceptables, rasgo común de los Maceo-Grajales-- engrandeció aún más a la Patria, al enfrentarse el 15 de marzo de 1878 al Pacificador español Arsenio Martínez Campo y junto con su hermano José y otros jefes mambises que lo acompañaron repudiaron la Paz del Zanjón y anunciaron su decisión de continuar la lucha en lo que la historia patria recoge como la Protesta de Baraguá.

Y decidieron partir al destierro antes de acogerse a una paz bochornosa, lo cual consideraban un acto de cobardía y deslealtad hacia tantos caídos en la lucha. Siguieron a Maceo y en unión de otros familiares partieron a Jamaica, desde donde continuaron alentando la lucha por la independencia en Cuba.

Durante sus años de exilio, María viajó por diferentes países del Caribe y Centroamérica y en Costa Rica, uno de los lugares donde vivió, fundó el Club de Mujeres Cubanas, de cuya labor y en opinión de José Martí, fue uno de los mejores.

Por esos años, la valerosa mujer se consagró al apoyo a la insurrección cubana desde el exterior, por medio de esos clubes patrióticos, todos vinculados al Partido Revolucionario Cubano creado por Martí el 10 de abril de 1892.

Vale decir que un momento importante de la existencia de esta cubana fue cuando, durante su estancia en Kingston, conoció personalmente a José Martí. Encuentro que constituyó un estímulo para la labor patriótica que venía desempeñando en el exilio.

Un año después, en ocasión de que Martí visitara al General Antonio y a otros emigrados cubanos en Costa Rica con el fin de ajustar los preparativos para la nueva guerra que iniciaría el 24 de febrero de 1895, María y la también patriota Emilia Núñez confeccionaron la bandera cubana que utilizarían en la contienda.

A partir de ese levantamiento, la patriota duplicó esfuerzos en su accionar, a fin de allegar recursos para la causa emancipadora cubana.

La caída en combate del Apóstol a pocos meses de iniciada la contienda y, posteriormente, la de su amado Antonio, fueron para ella duros golpes que la hicieron redoblar sus compromisos patrióticos y empeñarse a fondo a favor de la causa cubana.

El dolor y la congoja hicieron presa de ella, pero no de su voluntad de no cesar en la lucha emancipadora hasta el fin de sus días. Con el concurso de otras emigradas cubanas continuó su quehacer con mayores bríos.

Tras 21 años de forzoso exilio e intensa lucha por la independencia, regresó a su tierra natal, Santiago de Cuba, en mayo de 1899.

Traía consigo importantes documentos. El alcance de la seguridad política lograda por ella se manifestó con transparencia en sus juicios y preocupaciones por la presencia norteamericana en los destinos patrios y no aceptó ayuda económica alguna, pese a la precariedad en que vivía. Sus sacrificios, heroísmo y fidelidad a la Patria hablan de una mujer que forjó su propia historia.

Falleció en la finca San Agustín, propiedad de la familia Cabrales, y sus restos fueron llevados hasta la Ciudad Héroe, donde le rindieron los honores que merecía y hoy descansan en el Cementerio Patrimonial Santa Ifigenia.

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