Rememorando el cumple de Isabelita Moya, una amiga y colega a la que seguimos celebrando. Foto: Randy Rodríguez Pagés
Por Sara Más
Cuando, hurgando atrás, aparece el primer recuerdo de Isa en la memoria, ella emerge moviéndose ágil y feliz por los pasillos y escaleras del Dihigo, el edifico de la Facultad de Artes y Letras donde se hacía periodista y, a su paso, contagiaba a cualquiera con su alegría pegajosa.
Eran los días en que Isa entraba al aula de primer año de periodismo, estando ella en cuarto de la carrera, y lo hacía para reunirse afablemente con aquel grupo que iniciaba su vida universitaria. Ella era una suerte de madrina asignada que asistía a las reuniones, intercambiaba, contaba, ayudaba y lo hacía reflexiva y locuaz, pero a la vez siempre sonriente. Allí se volvía una más del aula y terminó siendo una amiga.
Así la conocí y muy pronto la sentí cercana. Era una muchacha empática, muy empática, de esas que de primera caen bien, y además muy transparente, de las que no logran ocultar lo que piensan porque primero la delatan sus ojos –como que hablaba con ellos-- y luego, con palabra incontenible, te soltaba lo que pensaba: nunca en tono grave, siempre en clave conciliadora y sonriendo. A veces, incluso, con tremenda carcajada.
La vida la puso, como ella misma ha contado, en el camino de una publicación que no le atraía ni interesaba mucho. Pero como era una muchacha sensible, con un optimismo a toda prueba, una voluntad impetuosa y un corazón gigante en medio del pecho, la revista Mujeres, donde la recordamos siempre, terminó siendo su casa, su sueño y su desvelo.
A Isa la inteligencia se le notaba enseguida, le salía por los poros y le hacía brillar esos ojos inquietos que se perdían en el vacío o permanecían atentos mientras seguía con interés lo que se hablaba. Ella sabía escuchar.
A Isa la comprensión le crecía en las lecturas de lo humano y lo divino, cuando lo mismo devoraba hasta el final una novela como quien se traga un buen manjar, que cuando estudiando se mudaba de un ensayo a otro, tomaba nota de aquí, marcaba un párrafo allá o abría varios documentos a la vez para hurgar y llegar, siempre, a sus propias deliberaciones. Sabía estudiar y aprender, guiada por una curiosidad insaciable, y además lo disfrutaba. Así se fue haciendo una mujer culta y sabia. Luego, lo que aprendía, lo contaba, lo tenía que compartir. Ella era una maestra.
Isa tenía su ego, claro está. Pero no se dejaba nublar todo el tiempo por eso. A ella le importaban los demás, sin apariencias, sin demagogia. Tenía tiempo para sí y para su gente querida, también para la desconocida. Se conmovía con el éxito y el dolor ajenos, los disfrutaba y padecía como suyos. Ella era esencialmente colaboradora, solidaria y profundamente humana.
Parecía estar siempre disponible y difícilmente decía NO, una palabra casi desterrada de su vocabulario. ¡Así se enrolaba en cada historia!, ¡y en cada proyectos! Quizás no eran a veces lo que más le importaba, pero muy fácilmente los hacía suyos y les añadía valor, a costo incluso de postergar los que sí soñaba echar adelante. Ella era una máquina de trabajo, siempre disponible.
Posiblemente sentía o tenía conciencia, como pocas, de que su tiempo tenía límites y le sacó el jugo a cada minuto. En una lucha tenaz contra el tiempo, le robó días a los días y por eso pudo hacer tanto, mucho más que cualquiera con más tiempo y vida que ella. También porque, como ella decía, gente querida y aliada le permitían caminar y correr desde aquella silla de ruedas hasta el infinito. Isa vivió intensamente y disfrutó cada instante. Esa puede haber sido, quizás, su lección más valiosa.
¿Tendría defectos? Seguro que sí, porque no era Diosa ni santa; era una mujer de carne, huesos, cerebro, alma y hondos sentimientos. Podríamos decir que todo eso muy bien mezclado. Pero deben haber sido tan pequeñas sus fallas humanas que no hay manera de colocarlas en un inventario como este, cuando la recordamos en voz alta, un nuevo día de su cumpleaños.
Han pasado ya seis años de no verla, conversar o encontrarla en su sala de San Lázaro o los pasillos y oficinas de la Editorial de la Mujer. Pero, como el tiempo ayuda a recolocar pasajes y recuerdos, disfruto mucho cuando a ratos me vuelvo a ver sentada en el auditorio, en medio de un festival de cine, donde Isa ocupa espacio en la mesa de disertantes y debo evitar el contacto visual con ella. No hay manera de que ella deje de hacer algún gesto de desaprobación o impaciencia, mientras una de las ponentes se extiende demasiado y aburre un poco --a Isa también la aburre--, y ella cree que ese gesto inevitable me lo hace solo a mí, aunque lo está viendo todo el público. “Isa, no mires así, que te están observando…”, le digo….y ella solo se ríe a carcajadas….
También la memoria retoza a menudo con esa entrada triunfal de Isa a la revista, cuando ya venía en silla de ruedas y escoltada por Ira, Juanca, el chofer o el que se cruzara en el camino, lo primero que entraba por la puerta era su voz inconfundible y anticipada, saludando con el grito de “¡se acabó el relajo!”; su risa y su saludo eran como la fiesta que la anunciaban.
A veces vienen de golpe, cuando menos se espera, las imágenes de aquel piececito inquieto que se movía ansioso y no tenía cómo controlar cuando la impaciencia la ganaba. O sus frases recurrentes de “no tengo palabras” o “habrá que alquilar balcones”, que la hacían tan criolla y tan cubana.
Como lo suyo era también pasearse “del azafrán al lirio”, apena pensar que muchos alumnos hoy se tengan que perder sus clases y tanto debate reciclado carezca de sus aportes y reflexiones. Pero tampoco es posible evitar su recuerdo si aparecen unas buenas croquetas, unos platanitos fritos o una malta, que se disfrutan mejor porque tanto a ella le gustaban.
A Isa se le extraña en lo grande y lo pequeño. Ha sido un lujo vivir en los tiempos de esa mujer que es sinónimo de muchas cosas: feminista, paradigma, colega, amiga, conspiradora, hermana, protectora, cómplice, maestra, humana. Ella, no quepa duda, nos hizo a muchas mejores personas.
Una amiga cartomántica de muchos, muchos años --que, dicho sea de paso, a Isa le hubiera encantado conocer porque es de las que lee presente y futuro con lenguaje verbal y corporal muy bien incorporados, y con la que además se hubiera divertido mucho porque no llama a la gente por sus nombres sino por sus signos zodiacales--; esa amiga me dice con frecuencia, cuando la visito: “esa señora está ahí, siempre sale, la Sagitario”. Y resulta que lo que a alguien pueda sobrecogerle ese enunciado, es en verdad un alivio tremendo. Aunque no hace falta que esta pitonisa locuaz lo diga en cada tirada del Tarot para saber y sentir que, por suerte, Isa siempre nos acompaña.
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