martes, 29 de agosto de 2023

A las esclavas negras africanas de mi familia, de nuestras familias

 





A través de testimonios reales y una búsqueda personal de una tatarabuela esclava de origen congo, Mujeres te acerca a las secuelas del inhumano trato a los ancestros y las ancestras de origen africano, al necesario rescate de esas memorias generacionales. Foto: Cubadebate

Por Aime Sosa Pompa

Ella no ha podido dar con su rostro, ni siquiera el esbozado en las fotos con tonos pardos que encuentra en gavetas o bajo los cristales de esa mesita que es todavía el altar de su antecesora real…, porque la otra, la que busca, es una mujer imaginada.

Es la que no pudo ser Carlota, la negra que hoy desafía con sus pechos libres cualquier pensamiento mojigato ante el clamor de justicia y libertad.

Es la que no pudo dejar sus memorias escritas como Mary Prince, otra mujer negra esclava, nacida en la antigua isla Antigua, hoy Bermudas. Ella fue subastada varias veces, tuvo cinco dueños y aún se desconoce cuándo o dónde murió.
«La pobre Hetty, mi compañera esclava, era muy amable conmigo y yo acostumbraba llamarla mi tía; sin embargo, tuvo una vida miserable y su muerte fue precipitada (al menos eso creían y decían los esclavos) por el severo castigo que recibió del amo durante su embarazo. (…) La señora Wood estaba muy enojada, se puso furiosa, me llamó diabla negra y me preguntó quién me había metido en la cabeza la idea de libertad. “Ser libre es algo muy dulce”, le dije, pero ella tuvo a bien mantenerme esclava. La vi cambiar de color y abandoné la habitación». (La historia de Mary Prince, una esclava de las indias occidentales, escrita por ella misma, 1831).

Tampoco ha podido incorporarla, si quisiera, a esa famosa carta astral que se pide cuando quieres «liberarte de todo aquello que puedas estar heredando de tu familia y personas que te rodean y que no te corresponde».

A ella sí le incumbe. No va a despojarse «de todos los programas inconscientes que le han heredado», no quiere cortar lazos con esas memorias, quiere sostener orgullosa las cargas que le pertenecen; porque, aunque las escriba en un papel, las lea en voz alta, las queme y lance las cenizas al viento o haga un acto psicomágico; el clan reclama justamente a sus raíces.

«Llega enseguida mi hermano de leche, un negro alto, de más de seis pies, hermoso como su madre, de dulce y tierna fisonomía. En fin, ¿lo creerás? hasta mamá Águeda, la nodriza de mi madre, que vive aún, ha andado dos leguas, a pesar de sus muchos años, para venir a besarme la mano y llamarme su hija». (Condesa de Merlin, Viaje a La Habana, carta III del 11 de julio de 1840)

Dicen, como si fuera un mito en la familia, que su tatarabuela había sido una negra conga, esclava y con la cara marcada, que venía de la antigua hacienda El Vínculo en la Yaya, hoy tierras del municipio guantanamero Niceto Pérez.

No hay apellido materno, el que aparece está escrito al español más coloquial, no sabe si es francés o si es inglés, se convirtió en un apellido cubano que después desapareció por la simiente paterna y de alternancia blanca… Por eso sabe muy bien lo que pregunta Nicolás Guillén, aunque solo hable en sus versos de hombres y no de mujeres: «¿Sabéis mi otro apellido, el que me viene de aquella tierra enorme, el apellido sangriento y capturado, que pasó sobre el mar entre cadenas, que pasó entre cadenas sobre el mar?».

«Así he aprendido a conocer a los del Congo llamados “los franceses de África”; un pueblo animoso, alegre, pero frívolo. Los negros del Congo tienen el rostro con la nariz hundida hacia dentro, bocas anchas, dientes soberbios, labios gruesos, pómulos altos; tienen cuerpos robustos y anchos, pero son de poca estatura». (Cartas desde Cuba, testimonio de Fredrika Bremer, carta XXXIII: Ingenio Ariadna, 7 de marzo de 1851)

De nada le sirven esos recuerdos, difusos como cualquier rostro o cuerpo antepasado que lleve rastros de hierros, sangres y lágrimas… Aún más quiere saber de esas lágrimas. ¿Cuántas tuvo que apretar en sus ojos y atropellar entre sus dientes para no saltar como una leona enjaulada aquella negra de amplia ñata y una mata de pelo negro y frondoso? ¿Con qué fuerza dejó atrás a sus árboles, a su cielo, a sus techos?

«Mientras me paseaba por Santiago, vi a dos negros tirando de un carro cargado con pesados fardos haciendo titánicos esfuerzos para subir por una calle empinada, aunque a pesar de sus súplicas, eran molidos a latigazos por un bárbaro europeo que iba con ellos, conducta que entre los transeúntes ni suscitó la mejor indignación ni el menor ademán de intervenir para evitar tan atroz crimen. Los blancos que vivían en Cuba decían, para disculpar su manera de tratar a los esclavos, que si no se hiciesen temer y si no conservaran la facultad de reprimir los desmanes de su mala índole con castigos corporales ni les respetarían, ni habría manera de conseguir que hiciesen nada». (Testimonio de Auguste Le Moyne, 1841 Viajes y estancias en América del Sur: la Nueva Granada, Santiago de Cuba, Jamaica y el istmo de Panamá)

Hoy podrá ser un día cualquiera o una jornada importante, pero en alguna circunstancia del universo impensable, nos cuidan y nos protegen aquellas ancestras que con grilletes o sin cadenas podemos evocar como se desee, con cantos, semillas, turbantes, inciensos, japas malas y tambor; mientras nos lamentamos con los versos de Georgina Herrera, otra cimarrona: “Lástima que no exista una foto de sus ojos. Habrán brillado tanto”.


Nota: Además de los libros citados, se utilizaron fragmentos de los poemas “Fermina Lucumí” de Georgina Herrera y “El apellido” de Nicolás Guillén.

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