Por Marilys Suárez Moreno
Su amada eterna, la Patria, supo de sus quebrantos y entrega. “No hay en mí una duda, un solo instante de vacilación. Amo a mi tierra intensamente. Si fuera dueño de mi fortuna, lo intentaría todo por su beneficio: lo intentaría todo”, escribió el Maestro, quien tenía un alto sentido de la amistad y el reconocimiento hacia los suyos y el prójimo.
Amor, respeto y admiración que volcó en su madre, hermanas, esposa y amigos, Fermín Valdés Domínguez y el mexicano Manuel Mercado, y en sus compañeros de lucha en la emigración, pues la amistad y el agradecimiento eran para él sagrados.
El Apóstol de la Independencia de Cuba encontró momentos de sublime inspiración para el amor, considerado por él el más puro de los sentimientos. Decía que “el amor no es más que un modo de crecer” y en muchos de sus apuntes, frases, pensamientos, aforismos, hace referencia a ese sentimiento que engrandece el espíritu.
Martí, aun en el destierro, lejos de los suyos, hacía nuevas amistades y escribía poemas de amor, fue un defensor del amor en todas sus manifestaciones, porque nadie como él quiso y defendió tanto el amor y la libertad.
El amor y el respeto que sentía por la mujer trascendieron en su obra, sin olvidar que fue un hombre que sufrió contradicciones y reveses.
Para él amistad y agradecimiento eran sus deberes y sus gozos. Por eso defendió con verbo y pluma el derecho de los hombres y mujeres a la igualdad social. Idea presente en La Edad de Oro, cuando dijo a sus pequeños lectores, ”que Las niñas deben saber lo mismo que los niños, para poder hablar con ellos como amigos cuando vayan creciendo”.
Y aunque en su vida tuvo amores y desamores, uno de sus mayores dolores lo sintió cuando el 10 de febrero de 1875 llegó a la estación de Buenavista, en México, y vio en el brazo de su padre, Don Mariano Martí, la señal de luto porque habían perdido a Ana, la hermana adorada, a la que le unía una hermosa relación fraternal. Ella le inspiró versos, algunos serían sus primeras letras publicadas en la prensa azteca.
Justamente en México conocería a la mujer con la que se casó, Carmen Zayas Bazán, y tuvo un hijo, su José Francisco, El Ismaelillo de sus versos. Entre ellos creció el amor que los llevó al matrimonio y, luego a las incomprensiones.
Carmen quería al esposo amantísimo, al padre de su hijo, al poeta que la enamoró compartiendo con ella la vida familiar en un hogar estable. Ella sufría los avatares que vivía su Pepe, quien nuevamente fue encarcelado y deportado a España, y aunque volvieron a reencontrarse después, ya nada sería igual.
Otro amor dejará honda huella en el poeta que, con solo 24 años, llegó a Guatemala, tras dejar México, conmocionado por disturbios políticos motivados por el golpe de Estado del general Porfirio Díaz.
Allí conoció a una bella muchacha de solo 16 años llamada María García Granados, hija del expresidente de la República Don Miguel García Granados. Entre María y el joven cubano fue tejiéndose una relación que superó el afecto y la amistad.
Pero Martí estaba comprometido para casarse y así se lo hizo saber a la adolescente. Poco después realizaba en México sus esponsales con Carmen. Lo demás, es historia conocida, embellecida por el romance de La niña de Guatemala… la que se murió de amor.
De todos sus afectos, el que le profesaba a su madre, Doña Leonor Pérez Cabreras ocupó siempre un lugar privilegiado en el corazón del Maestro. Ella, su madre, ejemplar en su civismo, en su laboriosidad y amor hacia su familia, capaz de enfrentar grandes penurias, como lo fue la muerte de varias de sus hijas, llenaba de orgullosa dignidad el corazón del hijo que creció dentro de sus mejores virtudes.
Y cuando cayó, con solo 42 años de vida y como había anticipado en un discurso ante la combativa masa de tabacaleros de Tampa a los que les dijo lo hermoso que sería morir a caballo, peleando por la Patria, al pie de una palma, llevaba sobre su corazón el retrato de otro de sus grandes amores, su querida niña María Mantilla. En vísperas de su muerte, había escrito, “el amor a la mujer y a la patria, anima”.
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