martes, 24 de diciembre de 2024

Ignacio y Amalia: un amor en armas

 


Por Marilys Suárez Moreno

Si algo distinguió la vida de Amalia Simoni Argilagos e Ignacio Agramonte y Loynaz fue el inmenso amor que se profesaban y el acendrado patriotismo y ansias de libertad que ambos sentían.

Decididos los camagüeyanos a secundar el movimiento insurreccional iniciado por Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868 en su ingenio La Damajagua, Agramonte se alzó en armas días después, el cuatro de noviembre, en el lugar conocido por Las Clavellinas, cerca de Nuevitas.

Ignacio Agramonte y Amalia Simoni se hicieron novios en el verano de 1866, cuando el joven estuvo de vacaciones en su ciudad natal.

Dos años después, tras graduarse él de abogado, contrajeron matrimonio en la Iglesia Nuestra Señora de la Soledad. Nacidos ambos en el legendario Puerto Príncipe, puede decirse que los recién casados pasaron la luna de miel en la manigua.

Ignacio Agramonte nació el 23 de diciembre de 1841. Estudió abogacía y era un hombre de ideas avanzadas y de gran pericia y definida ideología revolucionaria.

Muchos fueron los servicios prestados a la patria a lo largo de su corta existencia por El Bayardo camagüeyano, quien muy pronto demostró sus dotes de dirigente revolucionario y estratega militar.

Los años siguientes marcaron la radicalización de la revolución iniciada por Céspedes en Yara. Y las extraordinarias condiciones de educador y de organizador de Agramonte se hicieron sentir cuando dotó a sus fuerzas guerrilleras de un alto espíritu de disciplina y de combate en el que iban ganando en experiencia, acometividad, organización y disciplina.

Su capacidad como líder militar se concretó, entre otras acciones, en la creación de un cuerpo de caballería que se haría famoso en la Revolución del 68.

En tanto, ella fue la amante esposa, valiente mambisa y tierna madre para criar a los retoños nacidos de su ilimitado amor con Ignacio. Pero su presencia y permanencia en la historia patria está avalada también por su participación en la Guerra Grande y en la inmigración y por la sensibilidad de la patriota que siempre fue, porque Amalia era una activa colaboradora de las fuerzas mambisas y prestó servicios en hospitales de campaña.

En una ocasión, arrestada por las fuerzas españolas, ya en plena Guerra de los Diez Años, se le requirió que escribiera a su esposo, para que éste abandonara la lucha, y su respuesta fue categórica: "Primero me dejo cortar una mano antes que escribirle a mi esposo para que sea un traidor".

El paso de Ignacio por la manigua redentora dejó sus huellas en la historia patria. Nunca fue sorprendido por el enemigo, pero la vida le jugó una mala pasada aquel 11 de mayo de 1873, cuando preparaba una expedición hacia el Occidente y una patrulla española se adentró fortuitamente en un terreno harto conocido por él, los potreros de Jimaguayú.

Cogido de sorpresa, se lanzó fiero al combate, pero una bala le atravesó la frente. La muerte del Mayor dejó un vacío muy difícil de llenar por sus excepcionales virtudes, su espíritu de combate y su lucha inspiradora. Con la muerte de “aquel diamante con alma de beso”, como dijera Martí, Cuba perdió a un hombre toda grandeza, gloria y admiración.

Amalia, exiliada en Nueva York, donde nació su hija Herminia, conoció de la muerte en combate de su esposo y desde la emigración apoyó cuanto pudo y en disímiles formas a los emigrados cubanos que, desde suelo extraño, continuaban su lucha por la libertad de Cuba.

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