Por Marilys Suárez Moreno
A La Habana la identifican muchos sitios emblemáticos y representativos, por ser una de las ciudades americanas que mejor conservan su legado histórico y su núcleo colonial. Incluso, para mucha gente en Cuba y en el mundo, el paisaje de la capital cubana lo definen el Morro, La Cabaña y el Paseo del Malecón.
De izquierda a derecha, de norte a sur, de arriba abajo y de noche o de día, el panorama del Malecón es fuente permanente de atracción para los nacidos en esta ínsula y para los que nos visitan desde otros lares.
Bordeados de portales, lujosos hoteles y viviendas con balcones que se abren al mar, el Malecón parece renovar su paisaje a la luz de los tiempos y de la ciudad que lo hospeda.
Recurso siempre a mano de citadinos y gente de paso, ese viejo y pétreo muro que tanto amamos los habaneros, se abre en espléndida línea de mar y cielo a lo largo de seis kilómetros y medio de ancha avenida, como un gran y codiciado oasis.
Nacido en los albores del siglo, exactamente en 1901, durante el período de la ocupación militar norteamericana, el Malecón está indisolublemente ligado a la existencia misma de los habitantes de esta vieja villa de San Cristóbal de La Habana, a las puertas de su 505 años de existencia, que tiene como uno de sus mayores atractivos ser una ciudad marinera, bordeada por el mar.
En sus históricos apuntes sobre La Habana, su primer Historiador, Emilio Roig de Leuchsenring escribió que el Paseo del Malecón fue construido por razones de salubridad y ornato público y no para mejorar el tránsito o la circulación vial, como se dijo alguna vez. Según el Historiador, fue una obra que embelleció notablemente a La Habana, además de proporcionar a sus vecinos el mejor lugar de solaz y esparcimiento.
El primer tramo de lo que al principio se llamó Avenida del Golfo, se extiende desde el Castillo de La Punta hasta la Calzada del Belascoaín. Sucesivos gobiernos republicanos prolongaron la línea del litoral desde la calle G y desde La Punta hasta el comienzo de los muelles, denominándose Avenida del Puerto. A partir de 1950, la ancha avenida marinera se amplió hasta las inmediaciones de la desembocadura del río Almendares.
Escenario de acontecimientos culturales, deportivos y políticos, la amplia cinta de asfalto que bordea el mar es uno de los sitios más populares y atractivos de La Habana y se enlaza, a través de sus hermosas avenidas a los colindantes municipios capitalinos de La Habana Vieja, Centro Habana y Plaza de la Revolución.
Siempre al alcance de los habaneros y los que aquí viven cuando el calor aprieta, se acaba el dinero o se quiere disfrutar de sus asombrosos crepúsculos, allí encontramos un pedazo libre de muro para sentarnos y apreciar la belleza del litoral habanero. Y les aseguro que no hay sitio más apropiado para relajar tensiones, disipar penas y pasarlo bien que el Malecón.
Lugar de citas amorosas, andares, encuentros y desencuentros, o simplemente para disfrutar de ese olor inconfundible a salitre a cielo abierto o combatir el estrés, el bello litoral resulta a toda hora el escenario ideal para solazarnos y disfrutar de su inconfundible brisa marina.
Muchos paseos y hasta fiestas ponen allí su punto final. Y cuando el bolsillo está apretado o es muy tarde para seguir celebrando, lo más normal es irse para el Malecón, ese remanso de paz donde siempre hay un pedazo libre o compartido con un impasible pescador o alguna que otra parejita en arrumacos.
Así ha sido durante generaciones con el viejo muro del Malecón, el de los poetas y pescadores. Ese de los días placenteros y los tormentosos, cuando sus aguas se encrespan y rebasan el muro e inundan calles y zonas bajas. Nortes de malas pulgas, como lo vio el poeta cubano Manuel Navarro Luna.
Puerta abierta de capitalinos, visitantes y turistas en días y noches de mar y espuma o sofá a cielo abierto como lo llamó alguien, el Malecón de La Habana no solo es un símbolo más de la capital; de todos los cubanos, es también un oasis al alcance para despejar en el ocaso del día o en esas noches calurosas, invitadoras de sentarse un buen rato en su muro o caminar bordeándolo, en solitario o buena compañía y recrearse con el encanto y la hermosura de su paisaje.
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