Estatua a Enriqueta Favez en la Alameda de Paula, obra del artista José Villa Soberón.
Por Aime Sosa Pompa
¿Quién fue la primera mujer cubana en recibir un título universitario? ¿Cuáles fueron las carreras o especialidades iniciales? ¿Quiénes le siguieron en ese empeño que hoy es un derecho y una oportunidad para todas? Hay que remontarse al siglo XVIII habanero ante esas preguntas y, en lo particular, a uno de los artículos de la Doctora en Ciencias Filológicas María Dolores Ortiz Díaz, recientemente fallecida.
En el Seminario de San Basilio el Magno, fundado en Santiago de Cuba en 1722, que a lo sumo debe ser considerado el primer plantel de altos estudios del país, no hay evidencia alguna.
Seis años más tarde se funda, por la Orden de los Dominicos, la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana. Y 114 años después tampoco había estudiado una mujer en sus aulas. Aunque los estatutos de la tercera del Caribe y la 16° de la América hispana no lo prohibían, sus profesores eran sacerdotes y de paso exigían que su alumnado demostrara “limpieza de sangre”, todo un mecanismo reprochable de discriminación.
Si alguien pudo evadir el requisito de género y otras condiciones en esa magna y exigente institución, fue Henriette Faver Caven, la primera médica que ejerció por poco tiempo su profesión en Cuba; Enrique/Enriqueta Faber o Favez, que es ya un símbolo de transgresión por vivir vestida de hombre.
Ella realizó y aprobó sus exámenes los días 19 y 20 de abril de 1820, en la Facultad de Cirugía. Como constancia, se le otorgó por el Protomedicato el Título de Cirujano Romancista. Cuando sobrevino el escándalo, se le retiró deshonrosamente como aparece en el expediente docente No. 4252. Todavía pasaron seis décadas para que entraran otras mujeres expresamente a estudiar carreras como tal, en la que sería la acreditada Universidad de La Habana.
En el caso de las comadronas y parteras, recibieron una atención peculiar. Para entonces lo más común era que la mujer, si iba a ejercer algún oficio o profesión, fuera más bien de índole sanitario o asociado al servicio y cuidado de otros. Y ese fue uno de los primeros en institucionalizarse, se piensa que por su alto predominio en la población femenina.
La Doctora Ortiz encontró dos nombres: María de Jesús Pérez, autorizada en 1845, y Doña Francisca Fondo, en 1848. Cuando se discute crear una Cátedra para Comadronas, se determina que no podían recibir clases junto a los cursantes de Medicina; debían pagar 17 pesos anuales, más los derechos de examen y expedición del título. Solo duró dos años ese intento, pues se impartían métodos diferentes a los permitidos. Uno de los profesores que defendió y asumió las clases gratuitamente, el doctor Isidro Sánchez, consignó en un documento tres graduadas: Doña María del Carmen Aleja Valdés, la natural de Canaria Viviana González y la morena libre bien educada María Alejandra de la Merced Díaz.
De todas maneras, no se les reconoce como las que iniciaron la práctica de recibir clases a ese nivel, quizás porque su titulación era más bien de colegiaturas o academias, o por lo empírico de una actividad, que ya aparecía en anales del siglo XVII.
En 1609, la curandera indígena Mariana Nava recibió una licencia por parte del ayuntamiento de Santiago de Cuba y fue la que inició el ejercicio legal.
Está por conocer cuántas parteras lograron “pisar” un aula universitaria, incluso después de 1960, cuando fue desapareciendo ese complicado y difícil quehacer, pese a que en Medicina las labores femeninas fueron punteras y hasta con ciertos grados de organización social.
La que sí se considera como la primera cubana que deseaba tener una carrera científica y lo logró, fue la habanera Serafina Daumy y Martínez, vecina de la calle Ánimas, con 22 años de edad, cuando realizó la solicitud en 1882.
Deseaba ejercer la profesión de cirujano dental y poseía documentos que demostraban sus anteriores estudios. Además, entregó su partida de bautismo, un certificado de buenas costumbres y 25 pesos en oro. Aprobó con sobresaliente el examen teórico: le hicieron preguntas de Anatomía Descriptiva, Fisiología, Patología, Terapéutica, materia médica dental, mecánica dental; y tuvo que construir una dentadura completa de dientes sin encía y base de celuloide.
Aunque estudió en otra academia, Serafina fue la primera odontóloga con título expedido el 21 de enero de 1885. No se pierden los rastros de esta decidida empoderada, pues en varios diarios de la época aparecían los anuncios de sus servicios. Se radicó en Cienfuegos, donde la prensa la calificó como una competente e ilustrada profesional, y llegó a presidir el Colegio Estomatológico de Sagua la Grande.
Al mismo tiempo ya estaban matriculadas en la Real Universidad de La Habana otras iniciadoras. Por las reformas se ampliaron hasta el grado de Licenciado y Doctor, especialidades hoy día ya comunes, como Filosofía y Letras, Derecho Civil, Derecho Administrativo, Notariado, Farmacia, Medicina y Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.
Sin embargo, la precursora en matricularse en una facultad, Filosofía y Letras, no fue cubana, sino española residente en La Habana: Doña Mercedes Riba y Pinós. Su empeño la llevó a ser, en 1887, la primera en obtener los grados de Licenciada y de Doctora. Le siguió una cienfueguera de 25 años de edad, Francisca Rojas y Sabater, en el puesto uno de las nacidas en la isla. Y la más joven, con 15 años, fue la matancera Digna América del Sol y Gallardo, pero no hay evidencias de haber concluido los estudios de Farmacia.
La más sobresaliente de todas fue la habanera Laura Martínez de Carvajal y del Camino, quien recibió doble titulación, entre 1888 y 1889, de Licenciada en Ciencias, Sección de Física Matemática y Licenciada en Medicina.
Todavía se discute cuál fue la primigenia de todas las universidades en el mundo. La Unesco reconoció como tal a Al Qarawiyyin, fundada por una árabe y musulmana, la tunecina Fatima al Fihri, en el año 859. Aunque ella recibió formación allí, las demás tuvieron vedada su entrada en el centro. Eso sucedió más de dos siglos antes que la de Bolonia en 1088, pero la historiografía oficial y comúnmente europea desconoce evidencias documentadas.
En realidad, esta es una historia con muchos vacíos y silencios, por eso es arduo el camino para visibilizar el grandioso paso de la mujer por la historia del conocimiento y su fomento.
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