Por: Ayose Naranjo y Marilys Zayas
Katiuska Blanco Castiñeira es periodista, escritora y ensayista cubana. Reconocida por su rigor investigativo y su sensibilidad testimonial, ha dedicado buena parte de su obra a narrar la historia de la Revolución Cubana y la figura de Fidel Castro. Su voz combina la precisión periodística con la fuerza de la memoria personal. A los 23 años, recién graduada, partió hacia Angola como corresponsal en una misión internacionalista que marcaría su vida. En esta entrevista, comparte las convicciones, miedos y aprendizajes de aquella experiencia, siempre bajo la impronta de Fidel.
Periodistas: Cuando recuerda aquel momento en que partió hacia Angola, ¿qué emociones la atravesaban?
Katiuska: En primer lugar, hay que decir que la Misión en Angola es el fruto de un gesto muy altruista del pueblo cubano. Angola fue la prueba más grande de que la solidaridad puede ser un arma. Allí se ponía la vida, y Fidel nos repetía que “patria es humanidad”. Esa frase nos acompañaba como un estandarte.
Cuba había luchado contra nacionalismos estrechos y chauvinismos, y en África teníamos un compromiso: con los pueblos que habían sido cazados como animales, arrancados de sus tierras y llevados a trabajar en las Antillas y Brasil. Ir a Angola era devolverles algo de esa historia, era decirles que no estaban solos frente al Apartheid y la injusticia.
Periodistas: Al pensar en Fidel y en la manera en que enseñaba el sentido del internacionalismo, ¿qué sentimientos le despertaba escucharlo hablar de las deudas con África y cómo esa visión marcó a su generación al partir hacia Angola?
Katiuska: Fidel fue siempre el referente. Tenía muy claro que merecía entregar la vida por una causa justa y noble. Nos enseñó que el internacionalismo no era un gesto aislado, sino parte de nuestra identidad. Reivindicaba la imagen sublime de Martí y nos recordaba que ser patriotas significaba también ser solidarios con el mundo.
Nos hablaba del sur como el lugar de los olvidados, pero también nos hacía ver que en el norte existían obreros, estudiantes e intelectuales excluidos. Nos enseñó que las llamadas “minorías” eran en realidad las mayorías, y que la verdadera minoría era la oligarquía, ese uno por ciento que concentra la riqueza. Esa visión amplia nos formó como generación.
Fidel insistía en que si no éramos capaces de sacrificarnos por los demás, tampoco seríamos capaces de luchar por nosotros mismos. Esa idea nos acompañaba siempre.
Decía que teníamos una deuda con los pueblos de África, que tanto habían sufrido como fruto de las cacerías coloniales, porque se cazaba a los seres humanos como si fueran animales. Era una deuda que debíamos retribuir no solo por haber sido arrancados de su territorio, separados de sus seres queridos y llevados a trabajar para crear la riqueza de otros países, sino también por el gesto sublime de haber sido liberados y de haberse incorporado de inmediato a las luchas de nuestro pueblo, de haber sido parte de los ejércitos libertadores en nuestro continente y en Cuba.
Por eso íbamos a Angola atrincherados y apertrechados con el arma de la solidaridad combativa del internacionalismo, convencidos de que el apartheid era un horror y de que no era posible tratar a los seres humanos solo por el color de la piel. En ese tiempo pensábamos que lo que debía venir era la emancipación de los seres humanos, de manera generalizada y amplia. Todo eso nos llevaba a Angola: el derecho de los pueblos a rebelarse contra un dominio extranjero, pero también contra cualquier dominio injusto.
Periodistas: ¿Cómo se vivía la certeza de que la misión en Angola era también un encuentro profundo con la dignidad y la cultura de su pueblo?
Katiuska: La convicción era estar en el lado correcto de la historia. Íbamos apertrechados de solidaridad combativa, convencidos de que defender causas nobles era luchar por la humanidad entera. Para mí resultaba vital respetar y aprender de la cultura angolana: sus aforismos, su música, sus formas de curarse, sus comidas.
Llegamos con el afán de comprender la humanidad que había en sus costumbres y en su manera de vivir. Para narrar con honestidad era importante que nosotros —periodistas, escritores, camarógrafos, físicos— nos percatáramos de que ese pueblo merecía respeto, que poseía una cultura maravillosa de la que debíamos aprender. Sabíamos que los pueblos de África eran también los más antiguos y que en su palabra y en su proceder estaba, podríamos decir, la fuente primigenia de la humanidad. Por eso yo le daba tanto valor a los aforismos africanos, a las costumbres, a los instrumentos musicales, a las maneras de curarse y de preparar los alimentos.
Periodistas: En usted se entrelazaban la responsabilidad de la misión y el temor íntimo de acompañar la enfermedad de su madre...
Katiuska: Mi madre había alfabetizado en la Sierra Maestra y veía Angola como mi propia “sierra maestra”. Decía que nada debía interrumpir mi misión. Por eso siempre digo que las medallas eran de ella. Ella fue la heroína silenciosa, como tantas madres cubanas que sostuvieron la memoria de Angola desde los rincones más remotos del país.
Yo pensaba que me daría tiempo, incluso pedí partir lo más pronto posible para cumplir la misión, porque los médicos me habían asegurado que durante un tiempo ella no se agravaría. Eso después no ocurrió, pero nunca responsabilicé a los médicos: hay enfermedades impredecibles y, como era tan joven, tampoco podía comprenderlo del todo.
Al final, casi al concluir mi misión, ella tuvo una recaída importante y, al año de mi regreso a Cuba, murió. Entre mis temores más grandes estaba ese dolor, pero lo que me sostuvo fue la convicción profunda de que estábamos en el lugar correcto de la historia, defendiendo las causas justas y nobles de la humanidad. Esa certeza era lo que nos permitía vencer los miedos.
Periodistas: ¿Qué lugar ocupaba el miedo en su vida cotidiana en Angola y cómo lograba transformarlo en fuerza para seguir adelante?
Katiuska: El miedo estaba siempre ahí, pero el miedo también preserva. Mi compañero Rigoberto Senarega tituló un documental Gracias por el miedo, porque el temor evita imprudencias. Los cubanos decíamos que no había que “regalarse”: arriesgar solo cuando era ineludible y cuando se trataba de un principio.
Todos teníamos miedo. Guillermo Cabrera, a quien Fidel llamaba “el genio”, solía decirme: “todos sentimos miedo, los valientes van hacia adelante y los cobardes hacia atrás”. Para no ser cobardes era muy importante estar convencidos profundamente de lo que uno estaba haciendo.
Mis mayores temores eran claros. En los vuelos en helicópteros, rasantes sobre las copas de los árboles, era muy posible que tuviéramos un problema. Y lo que más temía era caer en manos de fuerzas irregulares, porque para una mujer eso podía significar vejámenes que ninguna quiere para sí, incluso simbólicos. Como sucedió con Greta Thunberg en Israel: no la golpearon, pero la agresión fue hacia su condición de mujer.
En la clandestinidad también hubo compañeras que sufrieron vejámenes físicos. Por eso yo prefería que me mataran. A la muerte misma no le tenía miedo; lo que más me aterraba era que llegaran a mi casa con la mala noticia y que eso causara sufrimiento a mi madre, a mis familiares más queridos.
Ese temor nunca me paralizó, porque estaba sostenida por la convicción de que estaba allí por una causa buena, generosa, por algo que la revolución creía que debíamos hacer. Sentía que no luchábamos solo por los más cercanos, sino también por la humanidad toda. Y no era un pensamiento aislado: éramos muchos los que pensábamos así en mi generación. Creo que hoy, si Cuba se levanta en medio de tantas dificultades, es porque todavía existe esa convicción de que somos muchos los que estamos apertrechados de ideas nobles y revolucionarias. Esa fue nuestra fortaleza principal.
También teníamos resortes psicológicos. Algunos sin quererlo, como acostumbrarnos al peligro y avanzar. Eso es riesgoso, porque mientras más te acostumbras al peligro más vulnerable te vuelves. El miedo, en cambio, preserva. En la guerra es importante saber que hay que preservarse, no regalarse, no hacer imprudencias, arriesgar solo cuando es ineludible y cuando es cuestión de principio.
Y claro, también estaban los amuletos. Yo decía a mis compañeros: “vengan conmigo, que donde yo voy no pasa nada”. Así entrábamos en lugares muy riesgosos. Otro motivo que nos impulsaba a avanzar era el sur de Angola, porque allí estaban las historias más conmovedoras. La verdadera épica estaba en el sur, donde los cubanos enfrentaban al enemigo. Yo incluso escribí un trabajo que se llama El sur en la memoria, porque allí se vivía la guerra en toda su intensidad. Y si uno no iba donde los cubanos estaban enfrentando al enemigo, ¿qué clase de periodismo estaba haciendo?
Periodistas: ¿De qué manera el ser mujer periodista le permitió mirar la guerra sin perder la capacidad de reconocer la belleza y el sacrificio humano, incluso en medio de la tragedia?
Katiuska: Las mujeres solemos valorar aspectos que los hombres no siempre consideran: el calor de un lugar, las texturas, la naturaleza. En Cuito Cuanavale me impresionó mucho la belleza del paisaje, que contrastaba con la tragedia de la guerra. Era impresionante llegar a un sitio tan hermoso y al mismo tiempo tan dramático, porque allí compañeros nuestros perdían la vida o sufrían mutilaciones por los bombardeos.
Creo que las mujeres, por nuestra historia y por lo que ha sido la división familiar del trabajo, hemos sido socialmente más sensibles a ciertos aspectos. Venimos de la gestación de la vida y eso nos hace dar valor a cosas que parecen pequeñas, pero que son esenciales: el calor, las texturas, la naturaleza. Ante todo eso, lo importante era no perder la sensibilidad, nunca convertirse en alguien insensible. Había que registrar la belleza dramática de los parajes y también la belleza en la acción de alguien que entrega parte de sí y aún dice: “Díganle a Fidel que todavía me quedan un brazo y una pierna para seguir luchando contra la esclavitud”. Hay que ser muy fuerte y muy valiente para decir eso, y yo lo viví en Angola.
La guerra no podía conmigo porque no me podía volver una persona insensible. Al principio mis escritos no tenían la calidad que yo hubiera deseado, porque era una principiante, pero con los años he escrito mejor y siempre he creído que el mérito lo tienen los que viven la historia, los que entregaron sus vidas y se sacrificaron. Ellos son los verdaderos protagonistas; nosotros, los que narramos, tuvimos la suerte de conocerlos y escucharlos.
Yo fui a Angola recién graduada, con 23 años, y cumplí 24 pocos días después de llegar. Hace poco me enviaron una fotografía de aquellos tiempos y no me reconocí: estaba muy delgada, sin apetito, con insomnio, porque también cargaba con la preocupación por mi madre enferma.
Periodistas: Cuando piensa en el legado de Angola, ¿qué recuerdos y sentimientos la acompañan hoy sobre quienes entregaron su vida y sobre las madres que sostienen esa memoria silenciosa?
Katiuska: Le debo un libro a Angola. Los verdaderos protagonistas son quienes entregaron su vida; nosotros, los periodistas, tuvimos la suerte de narrar su historia. El mérito lo tienen ellos.
También reivindico a las madres cubanas que perdieron hijos en Angola y que, desde los pueblos más remotos, sostienen con orgullo la memoria de esa lucha. Son heroínas silenciosas que no siempre aparecen en la luz pública, pero que encarnan la fortaleza de un país.
Angola fue mi Sierra Maestra. Allí aprendí que la solidaridad no es un gesto, sino una convicción que se lleva en la sangre. Y que la historia, al final, pertenece a quienes la viven y la entregan con su sacrificio.



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