Por Yirmara Torres Hernández
Andan por ahí, en varias páginas en Internet unas ciertas razones para NO casarse con una periodista, que van desde el hecho de no ganar mucho dinero, hablar demasiado, ser un poco nómadas, hasta la inestabilidad laboral.
Agregan que siempre dicen la verdad, que son demasiado sociables y muy intensas. A eso se suma la espontaneidad, el decir todo como lo piensan y ser impredecibles.
Y aunque nada asegura que todas las periodistas sean así, con esas credenciales son muchos los hombres y mujeres que salen o han salido huyendo.
A esta altura del siglo 21 hay quienes piensan que las mujeres que practican ciertas profesiones son peligrosas. La de las periodistas vive rodeada de ese mito de mujer fatal, fuerte y liberada, que pone en riesgo la comodidad patriarcal.
Pero, ¿cuánto de cierto hay en esto? ¿Son así las mujeres periodistas? ¿No tienen acaso ellas que enfrentarse a esos prejuicios que dictan que algunas profesiones son más de hombres, y que si las ejercen siempre van a estar limitadas por su género?.
Ser periodista fue, durante quizás el primer siglo y pico, cosa de hombres. Las películas nos muestran aquellas redacciones repletas de varones que fumaban mientras tecleaban en recias máquinas de escribir.
Las mujeres, en aquellos primeros periódicos, si acaso, servían el café, llevaban la correspondencia o fungían como secretarias.
En verdad la presencia de la mujer en este oficio empezó casi junto con él, pero eran excepciones. No fue hasta mediados del siglo 20 cuando la realidad comenzó a cambiar.
La sueca Margareta Momma, quien vivió en el siglo 18, está considerada como la primera mujer periodista. De allá a acá muchas han marcado hitos.
Podemos mencionar a la italiana Orianna Fallaci, una de las mejores entrevistadoras de la historia, y a otras tantas como la española Carmen de Burgos y las norteamericanas Nellie Bly y Katherine Graham, por solo mencionar algunas precursoras.
Hoy las mujeres constituyen la mayor cantidad de alumnos en las escuelas de periodismo y son mayoría además en muchas redacciones. También ocupan cargos dentro de las instituciones mediáticas, muchas como directivas principales.
No obstante, no escapan a estereotipos de género que las colocan siempre en desventaja. Hay dos fenómenos sobre todo, que las limitan; primero el llamado “techo de vidrio”, que es la discriminación laboral que les impide acceder a puestos de poder.
El segundo se trata del conocido como “suelo pegajoso”, que se refiere a las dificultades de la vida diaria, que aluden al hecho de llevar la carga principal en la familia, como madres, cuidadoras y amas de casa.
A la altura del año 2025 existen varios problemas subyacentes respecto a la percepción de la mujer como profesional de la comunicación. Como diría Isabel Moya, se trata de subjetividades.
Aunque sean mayoría en muchos lugares, las mujeres como periodistas son subestimadas. Necesitan un valor extra sobre su trabajo para ser reconocidas.
Ese valor extra puede ser una larga carrera, un súper-talento, la fama o el atractivo físico. Existe además la idea de que ellas en televisión son “mujeres florero”, una concepción que, si bien ya no está generalizada, tampoco ha desparecido.
A eso se suma el mito de que en una redacción las mujeres cumplen mejor roles que no impliquen ser reporteras, y si lo hacen, son empleadas en sectores más nobles, como la cultura, la educación, la salud, belleza y moda o las propias temáticas de género.
Así, se les niega per sé a veces ocuparse de las económicas, internacionales o las deportivas. En esta última especialización es quizás donde más estereotipos persisten.
Las que se ocupan de los deportes, que hay que reconocer que son más también, tienen que estar constantemente probando que saben de lo que están hablando. A veces quienes más las discriminan son otros periodistas hombres o sus jefes.
Pero, además, las mujeres trabajadoras de los medios de comunicación a nivel mundial enfrentan crecientes ataques en Internet y en la vida real.
La violencia por razón de género a la que están expuestas abarca la estigmatización, el discurso de odio sexista, el trolling, la agresión física, la violación e, incluso, el asesinato.
Y sí, en Cuba vivimos otra realidad, pero no escapamos a muchos de estas formas de discriminación subjetivas.
Las periodistas cubanas, que somos mayoría, tenemos que probar con creces nuestra valía profesional y solemos no ser tenidas en cuenta para algunos cargos con el pretexto de que por ser madres, tenemos menos tiempo.
También algunas hemos sido víctimas de acoso por parte de jefes o de fuentes que se escudan en el poder que tienen para dar o no información a cambio de soportar calladas insinuaciones incómodas o invitaciones a salir.
Mis amigas periodistas, que son la mayoría mujeres empoderadas, sufren muchas veces las limitaciones que les imponen sus propias parejas a la hora de cubrir eventos en horarios nocturnos o para ocupar cargos.
La mujer periodista soporta estigmas que la convierten en un peligro a los ojos de muchos hombres, como el de ser más fuerte, más inteligente, investigadora nata, o ese empecinamiento por ser libre.
Y qué decir de aquellas que, además, somos feministas y nos ocupamos de defender con nuestro trabajo los derechos de las mujeres. Somos acusadas muchas veces de extremistas, de exageradas y de “antihombres”.
Por supuesto que a las periodistas nos unen características similares, ideas y preferencias. Nos unen quizás eso que llaman ideologías profesionales.
Sí, somos preguntonas, empecinadas, conversadoras, amamos la libertad y vamos con la verdad por delante. Tenemos, la mayoría, ese desenfado y la pasión de las que hablaban esas “razones” que les mencionaba al inicio.
Pero todas esas, si acaso, son válidas para amar, y sobre todo, para respetar a una periodista, una mujer con una profesión en la cual, aunque somos mayoría, todavía andamos luchando para lograr la equidad.
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