Por Joel Mayor Lorán
La jovencita que venció a las soviéticas en el baloncesto de las Universidades Mundiales de 1979, iba a ser botánica o agrónoma, pero a María del Carmen de los Santos Iglesias un entrenador le cambió la vida; la llevó a ser estrella en el equipo Cuba que brilló en Europa.
Tenía apenas 15 años y estudiaba en la Escuela Secundaria Básica en el Campo Mártires de Kent, en Artemisa, cuando llegaron allá a realizar captaciones. Su altura y condiciones físicas los conquistó de inmediato.
No había deportistas en su familia, aunque era la sexta de siete hermanos, así que todos quedaron felices y a la vez preocupados. No obstante, su éxito se desencadenó muy rápidamente: disciplina, afán, entrenamiento de doble sesión, muchos partidos… y a los 17 años se ganó ir a México a un tope internacional.
A continuación se sucedieron los eventos: Juegos Juveniles de la Amistad, los Centroamericanos de Medellín, en 1978; dos Centroamericanos Universitarios, dos Universiadas Mundiales, Sofía 1977 y México 1979; y las Olimpiadas de Moscú ’80.
“Uno siempre habla de las lides fundamentales o los encuentros múltiples. Sin embargo, durante la etapa preparatoria disputamos torneos muy duros en el Viejo Continente.
“Los entrenadores exigían tanto que nos preparábamos y el resultado era bueno. El equipo ostentaba gran nivel. Nuestro juego era fortísimo. La mayoría de los rivales temían jugar con la Isla.
“Llegamos a la Olimpiada con un nivel de preparación enorme, y obtuvimos el quinto lugar, que es un puesto destacado: en aquel momento fue más fuerte la clasificación para ir a Moscú que los propios Juegos Olímpicos”.
Cuentan que María del Carmen hacía la diferencia con sus pases mágicos, al repartir y organizar el juego.
“Se entrenaba ampliamente la estrategia de pases. Había que hacer cierta cantidad por tiempo y muchas combinaciones, para acoplarnos. Incluso entre los centros, si uno bajaba, el otro subía. Así fluía el juego, tanto desde el perímetro como del interior, de forma tal que se recombinaban las posiciones entre sí.
“Teníamos jugadoras con muchas condiciones, como Caridad Despaigne y Margarita Skeet, pero el baloncesto es un deporte colectivo.
“La estrategia variaba en dependencia de los rivales. Los entrenadores siempre hacían un análisis previo de los contrarios, y en la preparación abordábamos cómo defender, por qué manos trabajaban los pívots y por cuáles los defensas, en un croquis de todo: cada atleta, suplente o regular, sabía su tarea esencial en el partido”.
Entre tantos desafíos recuerda con especial cariño el del pase a la final durante las Universiadas Mundiales del 79, ante las soviéticas.
“Solíamos correr mucho. Sin embargo, ese día el entrenador cambió nuestra estrategia de juego: estuvimos más quietas. Hicimos los tiempos justo como lo planificamos. Ellas eran muy buenas, pero ese día fuimos mejores.
“Cuando ganamos estuvimos tanto rato abrazadas en el terreno, llorando y saltando de la alegría, que ni nos dimos cuenta cuando ellas se fueron: solo quedábamos nosotras y el público vitoreando.
“Fui también campeona centroamericana en Medellín, Colombia, y quinto lugar olímpico; no obstante, siempre hay recuerdos más relevantes que otros”.
Por eso dedica un espacio incuestionable en su memoria a Rigoberto Chávez Honora, el técnico que la llevó a la preselección nacional. Después de defender los colores de Cuba, volvió a las canchas como Licenciada en Cultura Física y profesora de baloncesto. Compartió conocimientos y experiencias también en Brasil, Eritrea y Venezuela. Allí los conjuntos tutorados alcanzaron resultados de excelencia como nunca antes.
Entrenó a atletas artemiseños en la técnica de ese deporte, así como en el sacrificio y la disciplina. Y lamenta que las captaciones a alumnos talentosos ya no sean tan pródigas como antaño.
Actualmente, la espigada entrenadora se ha mudado a las aulas. Ahora realiza nuevos pases, también mágicos, al enseñar historia del deporte a chicos de séptimo y décimo grados, en la Escuela de Iniciación Deportiva Julio Díaz González.
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