viernes, 21 de junio de 2024

Sexualización femenina, violencia estética y otros mandatos patriarcales

 Por Lisandra Pérez Coto

 


Nunca salir de la casa sin peinarte, maquillarte o hacerte las uñas…no dejarse caer. Usar tacones, cuidar lo que comes, depilar las piernas, las axilas…. para lucir hay que sufrir. Ocultar tus ojeras, contornear tu rostro, afinar la nariz, corregir la postura…no envejecer. 

 Estas y otro sinfín de reglas dictadas por los mandatos patriarcales integran el “manual” por el que, en teoría, deberían regirse las mujeres. Se trata de un tipo de violencia que no solo lacera de manera más o menos evidente, sino que condiciona y estigmatiza a quienes no encajan en estos patrones.


 La violencia estética, invisibilizada muchas veces e impuesta a través de los cánones de belleza y la sexualización femenina, actúa hacia nuestros propios cuerpos, generando desde problemas de autoestima o trastornos alimenticios,  hasta graves secuelas físicas y emocionales.

 Se trata de un problema estructural que comienza desde la infancia, se acentúa en la adolescencia y se perpetúa en la adultez, con múltiples manifestaciones en cada uno de estos períodos. Hablamos no solo de bullying por parte de compañeros de estudio o de trabajo, sino también de estereotipos en el espacio público que limitan el acceso a determinados empleos o grupos sociales.

 Y sucede, precisamente, porque como explicara la socióloga especializada en feminismo Esther Pineda, en entrevista para la agencia AmecoPress, “la belleza sigue siendo considerada un atributo exclusivamente femenino porque es uno de los múltiples mecanismos de dominación patriarcal que mantienen la desigualdad entre hombres y mujeres; por ejemplo, que las mujeres estén preocupadas y ocupadas en su imagen apartándose de los espacios de poder y toma de decisión. Además, han sido convertidas en consumidoras de una industria cosmética, farmacéutica y quirúrgica multimillonaria que se mantiene en manos masculinas. Y, al mismo tiempo, han sido transformadas en objetos de consumo para satisfacer los imaginarios y fantasías que los hombres tienen sobre el cuerpo y la imagen de las mujeres”.

 Como resultado, encajar en los cánones promovidos en concursos de belleza o la industria de la moda (figuras esbeltas, extremadamente delgadas); o en el canon de la pin up - tan manido en la industria audiovisual o las redes sociales-, caracterizado por los cuerpos hipersexualizados con curvas pronunciadas, se ha vuelto para muchas mujeres un tema casi obsesivo.

 Ese control excesivo por la imagen; ese ideal de representación homogénea y estricta que asegura que solo son bellas, deseables y exitosas las mujeres heterosexuales, blancas, jóvenes, depiladas, esbeltas y sin celulitis, termina por convertirse en algo patológico, que provoca incluso el sometimiento a excesivas cirugías estéticas, tras las cuales no queda, en muchos casos, rastros de identidad alguna.

 No se trata de satanizar a quienes deciden, por motivos estéticos propios, intervenir quirúrgicamente sus cuerpos. Tampoco es una práctica recurrente en Cuba, aunque ha ido ganando terreno en los últimos años. Se trata de entender, bajo una lógica descolonizadora, cuándo esa exigencia proviene de un deseo de satisfacer expectativas sociales o de pareja, o cuándo responde genuinamente a la libertad de elegir sobre nuestro cuerpo.

 Ser mujer no tiene un único significado y tampoco la belleza, al menos no la que han intentado durante siglos imponernos. Por tanto, no deberíamos juzgar si alguna mujer es feliz usando maquillaje o si, por el contrario, prefiere mantenerse alejada de bases, sombras o rímel; si decide retocarse o ama sus arrugas. Nadie puede imponer ni una cosa ni la otra; ni se es más ni menos feminista por asumirlo.

 

 

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