Cristales encarnados como abanicos de colores, tazas, platos, jarrones en barro, personalizados con su sello. Naturalezas muertas y hermosos papalotes como vitrales criollos conforman la obra de Amelia Peláez.
Por Marilys Suarez Moreno
Amelia Peláez amaba la cerámica y la pintura y compartió su tiempo entre esas dos expresiones artísticas. Fue una creadora con una obra muy personal, versión clásica del barroco cubano.
Un conjunto importante de sus pinturas forman parte del patrimonio nacional. Medios puntos, rejas de complicado arabesco, columnas, frutas carnosas de sensualidad, todo un caleidoscopio de luz y color salieron de las manos de esta mujer, nacida en Yaguajay, el 5 de enero de 1896 y cuya impronta enriqueció las artes nacionales.
Sin tradición pictórica alguna, al parecer Amelia, heredó de su tío, el poeta Julián del Casal, el amor por la belleza y por la tierra que la vio nacer.. En lo académico, su formación estuvo en la escuela de San Alejandro y en París, su segunda plaza académica, aunque recibió cursos también de presagiosos pintores europeos.
Amelia Peláez está reconocida como una de las más importantes ceramistas cubanas. En su residencia y estudio de la Víbora creó parte importante de sus obras, de sus pinturas y sus sueños.
Para ella, la cerámica fue como la pintura, una pasión absorbente. De niña, le gustaba hacer papalotes llenos de colorido y hermosas combinaciones de triángulos que evidenciaban desde ya su sentido gusto por el vitral. Su fabuloso universo de imágenes, luz y colores se extendió al barro, cuyas piezas irradiaban tanta luz como el sol de Cuba, pues las trabajaba con mucho deleite, imprimiéndoles el sello de su personalidad. Por esos años, Amelia iba a Santiago de las Vegas todos los días a dar rienda a nutrirse de la savia de los maestros ceramistas de la localidad ay a dar rienda suelta a su pasión por el barro, de cuyas manos brotaban ceniceros, búcaros, jarrones, tazones y platos cobraban vida, convirtiéndolas en obras prodigiosas que modelaba a su antojo, imprimiéndole su sello.
Ya para la década del 50 tuvo su propio taller y compartía su tiempo entre la cerámica y la pintura, si bien hizo de los vitrales el más fabuloso de los mundos. Amelia, quien falleció en La Habana el 8 de abril de 1968 nos legó su obra de excelencia criolla y resonancia universal.
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