martes, 18 de febrero de 2025

Autoestima y autonomía van de la mano

 


Por Marilys Suárez Moreno

Uno de los factores que más influye en la formación de la personalidad infantil es la confianza y la seguridad que siente de saber que cuenta con el apoyo y la aceptación de sus padres y de que encontrará en ellos la orientación adecuada en el momento que la necesita.

Si nuestros hijos crecen en un ambiente de seguridad, lograrán desarrollar un buen nivel de confianza en ellos mismos; serán capaces de enfrentarse al presente y al porvenir sin las dudas y complejos que atormentan a los infantes que no reciben ayuda y orientación cuando la reclaman, un detalle fundamental, porque fomentamos en nuestra descendencia el cultivo de la autoestima y la adquisición de autonomía.

Una madre que repite una y otra vez delante de su hija, “la niña no es bonita, pero sí inteligente”, “está muy gorda y la ropa no le asienta” o “es un niño sano, aunque debe comer más porque se ve mal tan delgado”, etc, de ninguna manera ese niño o niña puede experimentar seguridad, y sí, desarrollar un complejo de inferioridad.

A los niños y las niñas les es necesario el sentimiento de confianza y protección que se produce cuando son objeto del amor y la atención de la familia; la certeza de que por difícil que sea la nueva situación que deben resolver por sí mismos, su papá y su mamá estarán a su lado, comprendiéndolos y apoyándolos en cualquier contexto, sea feliz o dañoso.

El amor y la protección deben ser incondicionales y nunca ponerse en la balanza de la duda. El niño o niña debe saber que se le quiere siempre y que también se le respeta en sus derechos, que los tiene. Incluso, cuando se le regaña, que sepa que se le reprende por su bien, y hay que hacérselo entender así.

Para guiar y ayudar al menor no es necesario abrumarlo con críticas, castigos innecesarios y largas peroratas, sino pensar que también a nuestros hijos, hembras o varones, se les presentan problemas y pueden pasar grandes apuros para tratar de resolverlos por sí mismos.

Momento en que sus padres pueden ayudarlos sin interferir directamente, sino orientándolos, aconsejándolos de la mejor manera, pues no puede perderse de vista que entre el adulto y el menor es el primero quien tiene más experiencia, por lo que no debemos aspirar que enfrente y resuelva sus problemas como si fuera un adulto maduro.

El deber de los mayores es guiarlos y enseñarlos todo el tiempo. Esta es una de las mejores formas de demostrar que se le quiere, a la vez que se le educa.

Si el infante observa en la conducta de sus padres actitudes contradictorias con lo que pretenden enseñarle, se sentirá impotente para desarrollarse como debe.

La incoherencia de los mayores deja a los menores desprovistos de defensas, con reacciones de desconcierto y dudas que se manifiestan o expresan con un estado de agitación absolutamente improductiva.

No puede olvidarse que existe una regla fija educativa y sicológica que afirma y confirma la tendencia innata que tienen los niños (as) a la imitación.

El gesto que ven o la palabra que escuchan son para ellos mucho más fáciles de asimilar que toda una cuidadosa lección aplicada. Necesitan por tanto, puntos de referencia y cimientos que puedan garantizarles un sentimiento de seguridad.

Muchas familias acompañan su actitud con cierto proteccionismo que, en el fondo, ocultan los deseos de los progenitores de que sus hijos lleguen más lejos.

Ese perfeccionismo, como suele ocurrir a menudo, hace que el niño o niña se sienta espiado, vigilado, provocándoles tensiones y mayor temor.

La ansiedad de los padres provoca la ansiedad de los hijos, y en estas circunstancias, les será muy difícil ubicarse con relación a las figuras de sus progenitores, corriendo el riesgo de no encontrar su propia identidad.

Cuanto más se le exija en tono autoritario que hagan tal o más cual cosa, el infante actuará impulsado por el temor a la presión y, por lo tanto, cometerá más errores, lo que en algunos adultos provocará mayores imposiciones cuando ven que el hijo o la hija no proceden como esperaban.

Resulta contraproducente, por ejemplo, que un niño o niña de edades tempranas, acceda a conocimientos por encima de sus posibilidades.

En la vida no se pueden quemar etapas, porque se corre el riesgo de inculcarles hábitos y métodos para los cuales aún no está preparado y pueden confundirlo.

Se da el caso de que los niños asumen demasiado pronto responsabilidades, en contraposición a sus padres, convirtiéndose en pequeños adultos.

Al enfocar este problema de las exigencias excesivas, debemos recordar la necesidad de coordinar los criterios educativos entre los distintos familiares que comparten una misma casa, pues si cada uno hala para sí, buscando imponer sus propios métodos de enseñanza, solo logrará que el menor se desatienda y se acomode al que más le convenga y lo complazca.

De aquí la importancia de no caer en contradicciones y ser constantes en nuestras valoraciones, juicios, prohibiciones y estímulos; de lo contrario los desorientamos, y no facilitamos un correcto desarrollo moral ni una formación de valores adecuadas.

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