Por Marilys Suárez Moreno
Frases como “te voy a matar a golpes”, “ya verás cuando te coja”, “deja que venga tu padre” y otras muchas más, de corte similar, se escuchan en boca de ciertas personas, generalmente incapaces de lidiar por sí mismas con sus hijos e hijas, a quienes transmiten temores con el anuncio de un padre autoritario y despótico; por suerte, los menos. Para estas personas, el argumento más convincente a la hora de criar son los golpes y el maltrato de palabra.
Nada justifica, sin embargo, esta cólera de consecuencias imprevisibles para el desarrollo psíquico del niño o la niña así maltratados. A la postre, el resultado de este tipo de expresiones es que el infante se llega a acostumbrar a ese lenguaje agresivo, al extremo de resultarle indiferente el aluvión de barbaridades que le prodigan. Así, cada vez tienen que gritarle más alto, pegarle más duros e increparlo con mayor rudeza para que hagan caso.
La educación no es un don de la naturaleza, sino el cultivo indeleble y cuidadoso desde la etapa más temprana de la vida, de sentimientos, hábitos, cualidades y actitudes que los van preparando para su convivencia en sociedad.
En un mundo donde se han ido abriendo pasos y concepciones más justas que plantean respetar los derechos infantiles y tener en cuenta sus sentimientos, ese tipo de actitudes violentas y en extremo agresivas no solo menoscaban la autoridad de esos progenitores ante sus hijos e hijas, sino que producen un efecto inverso a lo aprendido.
Cualquier castigo que se le imponga al niño o niña debe analizarse antes, a la par de reflexionar acerca de cuál era la intención del menor cuando cometió la falta en cuestión. Además, la sanción o correctivo deberá destacar lo negativo de la intención de su proceder y no referirse solo a las consecuencias perjudiciales del hecho como tal. Hay otra situación presente que hace más complejo el enfoque del asunto: la personalidad del niño o la niña y su edad.
No es con groserías, violencia y despotismo que se aplica la disciplina y se impone la autoridad. Las exigencias y los mandatos son mejores atendidos si se revisten de la ternura y la comprensión que sus edades demandan. El tono amoroso, la palabra firme y serena no debilitan la autoridad, al contrario, la fortalecen al propiciar el acercamiento entre padres e hijos.
¿Cómo esperar del infante buenos modales, actitudes respetuosas y trato considerado, si lo acostumbraron desde pequeños a la rudeza, la agresividad, la violencia y el irrespeto?
La reflexión, el razonamiento justo, la comprensión y la perspicacia deben regir siempre a la hora de enjuiciar la conducta infantil. La mejor sanción o castigo, tanto como el mejor estímulo, es aquel que se aplica con meditación, buscando el momento justo y el lugar adecuado, previendo las explicaciones que se les darán al menor e imaginando incluso sus posibles reacciones.
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