Por Gabriela Orihuela
Desorientadas luego de dos horas de viaje por carretera y sin ubicar la finca, destino final pactado, llamamos por teléfono a nuestra entrevistada. «¡Dale para atrás! ¡Gira en el otro sentido!», indicaba la voz salida de aquel dispositivo electrónico, a la par que nos asustábamos por desconocer quién mostraba el camino a seguir. Cumplimos, al dedillo, todo lo dicho y nos estacionamos en un sendero que nos daba chance para deleitarnos con la inmensidad del monte.
«Ahora voy a buscarlas», expresó la misteriosa mujer que nos abría las puertas de su hogar y de sus anécdotas. ¿Cuánta confianza hay que tener para seguir las órdenes dictadas a través de un teléfono móvil? La misma dosis que tuvo Sara Carcache Amarán para contarnos, durante más de cuatro horas, los sinsabores vividos y los (des)amores de una cubana enamorada de su historia.
Sara, delegada de la circunscripción 13 en Caimito desde 2017, llegó manejando con destreza un tractor rojo —o puede que carmelita— de gomas inmensas. Montadas y mirando el paisaje, lográbamos hacernos una idea del hermoso despertar de quienes trabajan la tierra y hacen crecer vida.
El camino es peligroso, al menos, así se siente cuando no puedes quedarte quieta y crees que caerás por culpa de las ramas de los árboles que rozan la cabeza de tres periodistas llenas de dudas: ¿por qué nos siguen dos perros?, ¿hace mucho tiempo que maneja este monstruo de aparato?, ¿por qué decidió quedarse acá teniendo tantas posibilidades?
«Los perros son nuestros. Y sí, van conmigo a todos lados», comentó casi que adivinando la pregunta. Cuatro perros, una yegua (Chavela), una potra (Mía), una puerca que no dejaba de sonreír, gallos, gallinas, patos, patas, dos gatos, chivos y 23 animales de ganado mayor (vacas y toros) formaban parte del panorama; al fondo del terreno, una modesta casita repleta de aroma de campo y cubierta por esfuerzo.
Ella se disculpa por la demora: «es la hora de ordeñar», dijo. Intrigadas sacamos las cámaras y pusimos total atención para ver cómo una mujer controlaba tantos animales y se tomaba el tiempo de ordeñar en silencio. «No pienso en problemas cuando lo hago; solo me dejo llevar y dejo la mente en blanco», explicó mientras sacaba a tres de sus vacas.
Las amarró a unos postes; caminó hacia la primera, acarició su cuerpo y buscó un taburete, se sentó sin hacer mucho ruido; entonces, después de limpiar las ubres, comenzó la acción. La leche era muy blanca y concentrada, para nosotras, inexpertas en estas cuestiones, se veía deliciosa. «Hay gente que se la toma directa. Yo no lo aconsejo. Hervimos la leche y luego la tomamos, bueno, la toma otra gente, a mí ni me gusta la leche». ¡Eso sí fue una sorpresa!
Dicen que las personas pueden hacer vínculos especiales con los animales, tal vez, esa era la explicación más idónea ante esta tranquilidad sorprendente de las vacas; parecía que conocían el procedimiento y la voz de quien las acariciaba.
Sara Carcache Amarán cursó, hasta sexto grado, estudios en la escuela primaria «Marcelo Salado», luego comenzó a asociarse con la Federación de Mujeres Cubanas y aprendió de corte y costura, además de bordado, haciéndose profesora donde trabajó hasta los 15 años. Hoy, sueña mucho y abastece de leche a niños y niñas de su zona, siembra, alimenta, cuida a sus animales y vela y aconseja a sus hijas.
Una publicación del gobierno de Caimito asegura que comenzó a trabajar a los 16 años como campesina en la finca junto a su padre; a los 22, se sumó al trabajo de la empresa Forestal en San Antonio de los Baños y lo hizo por más de 20 años, igualmente, es miembro de la Junta Directiva de la cooperativa desde el 2010, hasta la fecha. Aunque, confesó que no ha dejado de estudiar: «el propósito es hacer un técnico medio de agronomía y otro en economía en los próximos cinco años». Pero para quienes logran conversar con ella, Sara no puede resumirse en esas líneas, posiblemente, en estas tampoco.
***
Sara abre el portón, deja salir al ganado, les grita con cariño y les indica el camino a seguir. «Tienen mucho para pastar y alimentarse. En la tarde hay que entrarlas». Entonces, pone la leche recién sacada a hervir y lanza la primera de sus grandes historias.
Desde que tenía 14 años, Sara sabía manejar ese tractor rojo o carmelita: «mira, yo estuve como cuatro años chapeando todas las autopistas desde aquí, los límites de Caimito, hasta la Novia al Mediodía encima de ese tractor». A raíz de esta misión titánica Sara se acercó al gobierno y/o el gobierno a Sara, en una especie de relación recíproca.
«Una noche se presentaron en mi casa —otra que no era la finca— algunas personas que integraban el gobierno para comunicarme que había muchos baches en la autopista. Lo único que dije fue que, con ayuda de una plancha de hierro, lo iba a solucionar. Eso quedó resuelto a los pocos días».
Desde entonces, Sara ha estado presente en cada obra y paso de su gobierno local; ha vencido batallas y se ha buscado problemas, como ella misma refirió, pero, definitivamente, se ganó la confianza y el apoyo de su comunidad.
Caballos, despedidas, responsabilidades
Sara sonríe cuando habla de caballos; lo hace como si su felicidad galopara al lado de aquellos de crin larga. Su historia con ellos comenzó en noviembre del 2011, en una subasta donde compró ocho equinos de razas puras con el propósito de hacer un patio ecuestre de referencia nacional.
«Primero, con ayuda de un socio del negocio, hicimos un ranchón para guarecer a los caballos, pero de guano no podía ser y hubo que construir otro. La idea era que las personas pudieran venir y sacar el semen de los caballos o traer la yegua para mejorar la raza. ¡Mala suerte tuvimos! Al poco tiempo llegó una inspección y mi papá cayó enfermo, del 24 de febrero al 4 de marzo, le dieron 11 infartos; finalmente falleció el 21 de mayo».
Sara es la más pequeña de cinco hermanas y un hermano; también, fue la más cercana a su padre y al campo. «En el 2002 ya le había dado un infarto y ahí empecé a subirme en el tractor con él, a coger la finca y a aprender de todo esto. Yo estuve en todas las pruebas médicas de mi padre y en todas las tareas del campo».
Pero fue a partir de su fallecimiento que Sara tuvo que asumir muchas responsabilidades, «la finca de mi papá, que tenía más de 80 animales, la inspección y mis caballos. En esos tres meses, se murieron como 20 animales de inanición, como yo no estaba, los que residían aquí, si les parecía soltaban a los animales, si yo me metía tres días sin venir, los tres días los animales se los echaban sin comer y a este señor, con el que tenía negocios, solo le importaban los caballos».
El dolor por la pérdida de los animales y el duelo por despedirse de su padre se mezclaban y, a ratos, hacían que Sara dudara de su fortaleza, aunque, años más tarde, mira en retrospectiva y se sorprende de sus agallas.
«Ya en los últimos días de la enfermedad de mi padre yo comencé a sentirme muy mal. Al otro día de enterrarlo, llamé al médico. Días después me hice un ultrasonido y el doctor, muy risueño por cierto, me dijo que estaba embarazada de 13 semanas».
La finca, los caballos, la familia, su hija menor, un embarazo de riesgo por edad y por hipertensa, el asma, dos caídas montando caballo; cada problema o malestar se acomodaban en su vida como un juego de tetris: descendían rápido y con fuerza. No hay dudas, era el momento perfecto para aprovecharse de ella y, en efecto, así pasó.
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