Por Aime Sosa Pompa
Esos cuadros te envuelven, hacen una llamada y detienes un momento tu presencia ante cabezas de mujeres que parecen decir “si me ves…, yo también”.
Con fuerza cuestionan memorias. No sabes dónde o cuándo te acercaste a alguien así y después resulta que ellas están por todas partes.
Es la magia de quien sabe atrapar con sus manos todo lo asequible a nuestro mundo compartido, de quien fue llevado por intuición de mujer a festejar sus garabatos; el que desanda por los azules de Yemayá y un día llegó hasta los guinguindos, esos peinados angolanos que, intuyes, son miradas para algo más.
Esos moños llevan una firma conocida. Eduardo Roca Salazar, Choco, un santiaguero de raíz, habanero de orgullo, un artista cubano de sonrisa plena y ojos profundos.
Camina cerca y no lo sabes; pero si algún día coinciden, encontrarás calidez y pasos llenos de confianza, en calzados llenos de humildad.
No por gusto le han llamado un campeón mundial del arte. Corear su seudónimo en plena galería de arte es como asistir a un evento donde se defiende un nuevo récord y se implanta una marca exclusiva en colores y alegorías.
Entre muchas cabezas de mujer que ha creado, están esas que tienes delante, las que portan sus cabellos con suma elegancia. Al parecer nacieron en el lejano 1978 y con la geografía de una Angola en guerra a cuestas.
El tiempo puede añejar también los deseos y los sueños para bien, por eso es como si el políptico Guinguindo (linografía y tinta china, 2018) tuviera su propia música; no sólo con tambores, también con esa gracia que solemos proponer al caminar.
No son soles, es posible que sean mejor árboles, renaciendo en campos fértiles para pensar y con mucho trabajar. Cargan lo que todas sabemos.
Variaciones…tributos de un guerrero a otras guerreras…algo de lecturas retóricas sin ojos fáciles…lo universal con lo práctico…cosmogonías africanas y raíces cubanas… herencias de cabelleras triunfadoras…
Más, y mucho más, si pasas un agradecido tiempo antes estos dones de Choco.
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