Por Aime Sosa Pompa
¿Y qué aprender pudiera / El que tiene un esclavo por maestro?, preguntaba en el poema “El hijo del rico” el cubano Juan Clemente Zenea. Siglos después, mientras las reales existencias de miles y miles de nodrizas negras africanas han atravesado las antiguas historias personales de quienes nos antecedieron, las respuestas levitan insoslayables. Quizás una canción de Pablo Milanés podría indicar el sentido de los derroteros por donde aún se desanda: “háblame de colores”. Aunque también hay que pararse con raíces firmes y pensar, como bien recuerda la poetisa Georgina Herrera, en aquellas familias en las que “no hubo mezcla alguna: negros los ojos, la piel, el pelo duro; y el alma, pura, casi salvaje, porque el origen era la selva”.
“Háblame de colores” es también el título de un artículo donde la investigadora Zuleica Romay Guerra evoca a quienes, en medio de dominaciones, sin voces y mucho menos credenciales, “enhebraron discursos con sus mitologías de dioses imperfectos y animales hablantes; reconstruyeron canciones de cuna, cánticos rituales y narraciones asombrosas en las que el hombre era mundo y la naturaleza, hombre. Salvaron los diques de mil lenguas con cuerpos que danzaban y manos que dibujaban en el aire las palabras nuevas. Fundaron un lenguaje corporal que a veces fue complemento y otras, sedición de la lengua impuesta por el dominador”.
Y con toda una enseñanza veterana aquí estamos, desde un 25 de mayo en el Caribe cubano, mientras seguimos siendo hijas e hijos de una diáspora con la que seguimos en deuda, porque aún somos aprendices y discípulas de la madre África.